El Deber logo
23 de septiembre de 2018, 4:00 AM
23 de septiembre de 2018, 4:00 AM

Confieso que la crítica a las estructuras patriarcales en la sociedad cruceña y los “jueves de frater” me llevó a la reflexión. Pero no me llevó a los espacios de reproducción del sistema patriarcal, sino a intentar entender las motivaciones de la autora y a cristalizar mi visión de la reproducción de lo femenino en Santa Cruz. A pesar de coincidir en la afirmación sobre la vigencia del patriarcado, difiero en su visión categóricamente negativa de la fraternidad como práctica social y colectiva. Considero que el análisis desarrollado no solo carece de matices respecto al objeto en cuestión, sino que la disolución de este rito social tampoco acabaría con la vigencia del machismo.

Me resulta ineludible apelar al entorno de la autora para entender de dónde parten sus inquietudes. La sociedad americana, donde actualmente vive Liliana y donde vivo yo, está atravesando por un periodo de gran agitación social. El descontento con el actual gobierno, las posturas ultraconservadoras y misoginia de su presidente desatan el rechazo entre la clase media, minorías raciales y mujeres. La crítica se ha centrado en las estructuras de poder y el ejercicio del privilegio de quienes tradicionalmente lo han ostentado: hombres y blancos. Se exige la ascensión a cargos jerárquicos de quienes han sido históricamente relegados. Los problemas vinculados al legado histórico del racismo sistémico generan cuestionamientos y críticas incesantes. En un momento de tanta polarización y radicalización política, es inevitable no verse confrontado con los debates sobre las estructuras de poder y cómo estas desarrollan y reproducen relaciones sociales.

En lo personal, el actual momento político no me lleva a cuestionar el patriarcado per se, sino la capacidad que tiene el poder de corromper a quien lo ostenta. Quizás porque vivir en Estados Unidos luego de vivir en Bolivia es ver la repetición de discursos que utilizan recursos parecidos desde el poder: actitudes divisivas y racistas, atacando la institucionalidad a todo nivel. Es la práctica y hábito del abuso lo que me llama la atención, porque quien abusa lo hace porque puede o se le es permitido y he visto cómo el acto de abusar puede provenir de cualquiera, independientemente de su condición, género o identidad.

Al cuestionarse el patriarcado, recurrir a la teoría de género ayuda, ya que es el marco ideal para contextualizar la construcción social del yo en relación con el cuerpo, la sexualidad y los sistemas binarios de clasificación hombre-mujer. Al separar sexualidad del género, los valores y funciones asignados a lo masculino y femenino cambian y vemos surgir otros. Nos ayuda a abordar el lugar de la mujer en la sociedad, más allá de su función biológica.

Yo entiendo la sociedad cruceña como aquella que se rebela constantemente en su búsqueda de articulación al Estado. La mujer cruceña no solo se adapta a su entorno, sino que logra mayor espacio de participación por la debilidad del Estado, destacando por valor propio. La sociedad cruceña está nutrida de procesos históricos y culturales de herencia hispana, mestiza e indígena que asignó al hombre un lugar dominante en la sociedad, al igual que el resto de Latinoamérica. Es por ello que reproduce el sistema patriarcal. Pero negar la participación activa de la mujer sería un contrasentido en la búsqueda de construcción de lo femenino y tiene además una intencionalidad maniquea, poco útil si se pretende madurez analítica. Partir del supuesto que solo hombres se reúnen y establecen lazos es negarse a reconocer que el principio de gregarismo, tan básico para responder a necesidades específicas y establecer lazos afectivos en cualquier sociedad, es una práctica naturalizada entre hombres y mujeres. Algunos lo hacen por intereses de clase, otros por pasatiempo y otros porque juntos gestionan y solucionan problemas comunes. Lo que diferencia la forma de gregarismo en Santa Cruz es la naturaleza de las tensiones entre Estado y región, las mismas que forjan alianzas reafirmando lo regional como marco identitario.

Existe un sinnúmero de ejemplos que distinguen el papel desempeñado por mujeres en la formación de la cultura cruceña. Estudios recientes de la industria azucarera reconocen los aportes tecnológicos aún en la colonia de la mujer. Fue una mujer quien manejó el ingenio azucarero más grande y moderno de ese entonces. Una sociedad enteramente patriarcal nunca se lo hubiera permitido. En el siglo XIX, cuando el mundo mantenía a la mujer en esferas domésticas, estas en Santa Cruz ya trabajaban. En periodos recientes, el mundo empresarial fomenta el networking y oportunidades de negocios entre mujeres. En el ámbito institucional, hay mujeres en posiciones de liderazgo manejando empresas exitosas.

La participación de la mujer también fue fundamental en los movimientos de alfabetización en Santa Cruz, cuando en el resto del país mujeres e indígenas no sabían leer o escribir. Sabemos que abrieron escuelas y fueron maestras urbanas y rurales cuando ni siquiera existían caminos. En la vida política, muchísimas mujeres apoyaron a sus pares masculinos en distintas guerras, conscientes de su aporte a causas mayores. Santa Cruz lideró la primera huelga de hambre femenina del país, 20 años antes que la famosa huelga de Domitia Chungara. En la actualidad, movimientos de resistencia reciben entrenamiento liderado por mujeres.

Paradójicamente, los estudios de género les son desconocidos a quienes reivindican a la mujer. Sabemos que la racionalización de la vida social cruceña dio un salto dramático: se pasó del 6% de niños nacidos de madres en uniones legalmente reconocidas a más del 60% a mediados de siglo. Esto estabilizó los hogares e insertó a la mujer en el mercado laboral. Pero no se explora qué factores posibilitaron la evolución de la familia, cuya explicación está en los grandes cambios estructurales sucedidos y en la misma mujer cruceña.

Aún más invisible es el reconocimiento del papel de la mujer en la construcción de ciudad como proceso social. La necesidad de asegurar un espacio vital proviene fundamentalmente de mujeres. Los registros de vivienda vía comodato/loteamiento que el Concejo tramita año a año lo llevan adelante mujeres, registrando esos inmuebles a su nombre, volviéndolas detentoras de bienes de capital urbano. Las políticas de capitalización para áreas informales tendrían perfecta aplicabilidad si existiera interés de organismos públicos en trabajar directamente con mujeres.

Estos ejemplos no niegan la vigencia del sistema patriarcal, pero desvalidan la visión de que la mujer asume una posición pasiva y doméstica. La crítica sobre cómo se reproducen prácticas de socialización masculina es necesaria, pero es más útil (des) cubrir las voces de quienes han sido invisibles como consecuencia del patriarcado, incorporando las historias de mujeres que inspiran y que abren puertas a otras mujeres. Siempre habrá necesidad de más espacio para fortalecer prácticas de solidaridad entre mujeres, pero no reconocer el liderazgo de mujeres que logran cambios y fortalecen sus vínculos con su entorno sería un acto poco feminista.

Abordar con profundidad los procesos vigentes que determinan los modos de organización implica responsabilidad con uno mismo y compromiso social. Se puede ser revolucionario y progresista siendo crítico y aportando con reflexiones que ayuden a otros a construir mejores sociedades. Pero esto requiere sinceramiento con nuestras subjetividades y nuestro pasado, y aún más importante: una reconciliación con nuestras raíces.

Tags