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5 de noviembre de 2017, 4:00 AM
5 de noviembre de 2017, 4:00 AM

Unas semanas atrás fui a ver It (Muschietti, 2017). No fue mi voluntad: resulta que mi hija de 13 años quería hacerlo y perdió la ocasión para ir con sus amigas. Ante la insistencia, no me quedó otra que acceder a la solicitud y acudir al cine. Pero le advertí: “No me gustan las películas de miedo porque me dan miedo; en los peores momentos, mi vista estará clavada en la pantalla de mi celular consultando mi ‘Face’”. Ella solo respondió: “No se te ocurra taparme los ojos cuando haya una escena especial”. Las condiciones del contrato estaban claras.

Durante una buena parte de la película hice lo prometido, cerraba los ojos o los desviaba hacia mi teléfono, mientras que ella no se perdió un minuto. Al final le pregunté si se había asustado, me dijo que no. No entendía. Indagué qué película le había causado miedo en los últimos años y me dijo, “¿así como cosita?”, “sí, miedo pues” -insistí yo- El orfanato, respondió. ¡No lo podía creer, ahí no hay sangre ni monstruos! “No”, argumentó, “pero hay suspenso y angustia”.

 Recordé aquella vez que fui a ver Miss Peregrine y los niños peculiares (Burton, 2016) con mis dos niñas. Yo estaba también aterrado arañando mi butaca con tantas escenas brutales: los ojos salidos de algún personaje, dientes vampirescos, cosas espantosas. Pero mis hijas ni se inmutaron, esa noche durmieron como cualquier otra.

 Me puse a pensar en lo que provoca miedo, en cómo se lo construye socialmente. En mi generación (nací en 1970), tal vez el filme más tenebroso fue El Exorcista (Friedkin, 1973), hasta el día de hoy no me he animado a verlo -y menos en la noche-. Lo que sucede es que nuestra idea de la realidad era diferente. Acudir a una proyección cinematográfica era un acontecimiento ritualizado, se lo planeaba con antelación, y al pasar por la puerta de entrada a la sala estábamos en otra dimensión. 

La película creaba una atmósfera única; estar ahí era vivir la historia. Era fácil olvidar que todo aquello era ficción, que los actores estaban haciendo su trabajo y que el director iba a decir “¡corte!” en cualquier momento. Esa era la realidad, y por lo que sentíamos todas las emociones intensamente (miedo, pasión, amor, heroísmo, dolor). Por lo mismo, importábamos lo visto a nuestra vida cotidiana y no podíamos dormir bien si el filme había sido de terror; en sentido contrario, después de haber visto Grease, con John Travolta (1978), no pocos adolescentes copiaron el estilo de galán norteamericano al caminar por San Miguel. 

Para la actual joven generación, la ficción no está tan alejada. El mundo de los videojuegos, el internet, YouTube y tantas cosas más provocan que los niños puedan transitar por la fantasía y volver a la realidad sin mediación. Eso cambia la idea de la vida, de la muerte, de lo posible y lo imposible; en suma, de lo real. Varias películas -como Matrix, por ejemplo, pero hay más- han puesto el tema sobre la mesa. Es cada vez más fino el velo de la realidad y la ficción. 

Claro que esto tiene su lado oscuro. Recuerdo que en una de las tantas guerras de Estados Unidos en Oriente Medio, un piloto norteamericano que bombardeaba escuelas y hospitales en Irak decía que creía estar jugando videojuegos. La facilidad del ingreso a la virtualidad como el ‘Face’ 7 hace que uno pueda escribir cualquier comentario, agresivo, irresponsable y destructor sin sentir la menor culpa o responsabilidad. Como si fuera una situación paralela sin vínculo con la vida ordinaria.

La tecnología está empeñada en construir una ‘realidad virtual’, aunque los sentimientos ahí no funcionen igual. Por lo pronto, a mí me da tanto miedo ver una película macabra como abrir el periódico. Cosas de mi generación.

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