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25 de febrero de 2018, 4:00 AM
25 de febrero de 2018, 4:00 AM

Cuando pienso en ella, me gusta imaginarla al atardecer en algún lugar recóndito del inmenso altiplano, cuando las sombras intensas y nítidas se proyectan largas como queriendo alcanzar el horizonte. Camina hacia la puerta de una iglesia, se acerca a las inmensas puertas que se abren porque la han esperado desde que españoles e indígenas las levantaron para mayor gloria de Dios. Sus ojos verdes y penetrantes buscan en el altar mayor de columnas salomónicas cubiertas de pan de oro y encuentran una imagen, es la Virgen con el manto de tela que cubre su cuerpo tallado en maguey, es la silueta del Cerro, el Apu, es la evocación de la fértil Pachamama. Cuando mira una de las paredes de la nave principal, encuentra un gigantesco cuadro de Santiago que lleva en el brazo levantado una espada que no es sino un rayo, el fulgente Illapa con el que el santo cabalgará entre las montañas como signo inequívoco de dos mundos que serán uno solo para siempre.

Afuera, a los pies de la torre del bello templo colonial, la espera una mujer que trabaja en su telar un hermoso paño oscuro del que ya han brotado, en una ancha franja, los colores lila y naranja que dan forma a extrañas y atractivas figuras en una secuencia que conduce al mundo subterráneo. No es el lenguaje del cielo y del infierno, sino el de la vida de arriba y la de abajo, lo seco y lo húmedo, el anan y el urin. Las manos de mi madre se acercan a las de la mujer, se entrelazan para sentir las vibraciones de la tierra en el tejido. Con ella va hasta un largo pasado que puede sentir en su propia sangre.

El paraíso de mi madre fue su obra. El día en que encontró ese paisaje inolvidable del jardín del Edén aparecido para los europeos en esa América bullente de pájaros parlantes, descubrió su rosa de los vientos, aquella que había buscado con mi padre durante casi medio siglo. Quedaron deslumbrados por un mundo fantástico que se abrió como los tesoros míticos de las historias de todas las culturas milenarias, un mundo que estaba aquí mismo, que había sido siempre –sin ellos adivinarlo- su morada. Contaron pacientemente las joyas, las ordenaron y las nombraron. Igual que los cronistas abrumados por seres desconocidos, cordilleras ingentes, ríos como mares, selvas imposibles, tuvieron que encontrar palabras, articular ideas, describir y explicar conceptos. Fue así como José y Teresa fueron los señores del barroco mestizo, rico concepto nacido del entendimiento de que en esta parte del orbe el vínculo con la trascendencia tenía sus propios códigos, atrios que remedaban las k’anchas andinas, una gran capilla de los muertos y las posas para entremezclar los espíritus de los del lugar con los de quienes llegaban. Cristo fue el sol, la Virgen fue la tierra, las sirenas de la armonía musical platónica surgieron -Qesintu y Umantu- de las aguas hondas y azules del lago sagrado para poblar dos universos superpuestos. Mi madre lo supo entonces. Después de organizar el tesoro había que mirar cada piedra preciosa y entender qué mensaje daban sus destellos.

Pero ella fue, por sobre todo, la mujer a la que estuvimos unidos en su entraña, atados por un cordón que no se quebró en el acto inevitable de un corte rápido en el momento de nuestro nacimiento. Andrés, Isabel, Teresa Guiomar, yo mismo, sus hijos, bebimos de ella a través de ese cordón durante todas nuestras vidas.

 Recuerdo su mano tierna en mi cabeza, cuando afiebrado con ocho o nueve años sentí que sus dedos y sus mirada clara inundada de cariño, fueron un bálsamo mayor que cualquier remedio. Cuando esperaba lloroso su vuelta de las clases de la universidad, su sola silueta fue suficiente. Cuando sentí su fuerza intelectual, su genial lucidez, su capacidad de entender todo de una manera tan personal, su capacidad para leer debajo de las piedras que cubren el verdadero significado de las cosas; ese cúmulo inmenso de dones fue también suficiente. Esa ha sido la verdadera savia de nuestro nexo indisoluble.

Ella abrió puertas, descifró enigmas y nos dijo cómo había que ver la creación humana que nos rodea. No es la pura belleza estética, ni la sola palabra evangélica, es un magnífico tejido que viene de lo más remoto con los hilos de los textiles, los de los lienzos, los grandes bloques de arenisca, la filigrana esculpida en las fachadas, los colores, las luces y las sombras, el oro y la plata tan bellamente trabajados. Traen todos un mensaje que es nuestro ADN histórico. Así, el amor de la madre por sus hijos se prolongó para quedarse por siempre en el diálogo que no acabará nunca sobre nuestra cultura y nuestra historia, sobre nosotros mismos.

Teresa Gisbert, que nunca dejó su raíz española, que sentía que una parte de su alma estaba en las tierras valencianas y en el sonido peculiar del catalán de sus padres, nacida al pie del Resplandeciente, fue seducida por esas yerbas que nos cautivan y quedó unida para siempre a los gigantes que nos envuelven en este espacio de hermosos sones, largos silencios y aire cortante y transparente.   

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