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21 de octubre de 2018, 4:00 AM
21 de octubre de 2018, 4:00 AM

La historia de Bolivia ha sido la permanente lucha por la hegemonía y lograda ella, por la dominación. Solo así se entiende por qué la capital de la república de Bolivia naciente fue Sucre: era la economía de la plata que conformó el eje Sucre-Potosí. La guerra “federal” y la traslación de los intereses económicos de la producción de la plata a la producción de estaño hicieron que se trasladara la capital de Sucre a La Paz. Así nació un nuevo eje: La Paz-Oruro. Esta es la era del gas, que ya no es un eje, sino un triángulo que componen los departamentos de Tarija, Chuquisaca y Santa Cruz.

Nuestro deber insoslayable es el derecho a participar en la construcción inacabada del Estado, sin crear tensiones regionales que menoscaben la unidad de objetivos nacionales en la diversidad.

El ser cruceño, en condiciones de aislamiento y olvido desde el andinocentrismo, se hizo regionalista con causa, pero nunca separatista. Fue construyendo su identidad, sin pretender alterar la geografía del país, y más bien generando ideas de políticas administrativas sin dividir la República. El invaluable memorándum de 1904, pieza magnífica sobre la necesidad de construir la nación tomando en cuenta todas sus abigarradas geografías y culturas, hasta el manifiesto de la Nación Camba, han estado dentro los límites de la unidad del Estado.

Cuando Santa Cruz pidió y exigió la democratización de los municipios, pues planteaba un nuevo modo de disponer de nuestros recursos con la descentralización política y administrativa, todo en la unidad del país y del Estado. Ese fue el germen de la lucha por la autonomía, ahora incluida en el texto constitucional, sin aplicación práctica.

El tiempo se ha encargado de desmentir todas las acusaciones de un regionalismo divisionista que nos han endilgado, siendo el nuestro un regionalismo progresista. La construcción de nuestra identidad reivindica nuestro mestizaje sin alcurnia y sin victimismos. Solo pretendemos las legítimas aspiraciones de integración y articulación económica, vial, social, cultural y política.

Somos un departamento que se transforma todos los días, pero vemos con preocupación que el país ha cambiado y no sus instituciones. Para transformarlas, debemos asumir con coraje los retos que la historia impone: retomar los caminos de la democracia republicana, sabiendo que sus variables unitaria o federal estarán presentes en el debate y en la resolución de la cuestión nacional, sin menoscabar la unidad del Estado.

Aspiramos a vivir amigablemente con el medioambiente para usar las riquezas con las que la naturaleza nos ha privilegiado, conviviendo con ellas. Generando una sociedad del conocimiento como la mejor forma de lucha contra la pobreza y aprovechando los adelantos de la tecnología para transformar nuestra riqueza natural al servicio del bienestar colectivo.

Para ello debemos transitar del país campamento extractivista, al país de la producción y pasar de las energías fósiles, a las energías renovables. El ciudadano exige una mejor salud, una mejor educación. Reclama una justicia para todos, transparente, que proteja los derechos de los más débiles, y honradez en el manejo de la cosa pública.

“Lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”, como reclamaba Gramsci, apunta a que todas la regiones, y en este caso Santa Cruz, puedan aportar, ser oídas y tomadas en cuenta en una visión renovada de la construcción del nuevo país, gobernado por y desde las autonomías, que es la más grande transformación político-administrativa del Estado democrático del siglo XXI. Ese es un nuevo pacto de unidad política y social entre los bolivianos, con reasignación de competencias y las formas de distribución de los recursos.

Asimismo, hay que abordar la distribución representativa en base al número de habitantes de cada departamento, de acuerdo al último censo de población. Ese desafío requiere mirar la democracia desde su contenido poblacional, político y de representación proporcional, tarea que tendrá que tratarse el 2020, con un nuevo gobierno.

Nuestra democracia, con sus debilidades y falencias en el siglo XXI ha pasado por dos ciclos. El primero el de los partidos políticos, con sus propias necesidades de alianzas y pactos para estabilizar cada periodo de gobierno. Un segundo ciclo que inició auspiciosamente con inclusión social necesaria, pero más temprano que tarde presentó síntomas de agotamiento social porque más que incluir, dividió. A este segundo ciclo le correspondió la bonanza económica de los precios de materias primas. Una vez terminada, porque dependía de factores externos, quedan el despilfarro y las inversiones inútiles. Para asumir los retos que conlleva iniciar un tercero, debemos ser tenaces e inteligentes, transformadores y valientes.

No será fácil devolver la confianza en el Gobierno al ciudadano y tampoco desburocratizar el Estado. Implicará una profunda reforma administrativa porque hoy hay una administración pública, pesada e insensible para resolver los problemas de los ciudadanos.

Es nuestro deber concebir un nuevo país, con una nueva visión de servicio al ciudadano y de proteger sus derechos.

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