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18 de abril de 2018, 4:00 AM
18 de abril de 2018, 4:00 AM

Después de mucho tiempo se ha conocido un pronunciamiento de la empresa privada -a través de la Cámara Nacional de Comercio- explícito y muy bien sustentado, acerca de la cuestión salarial y laboral, en circunstancias en que toma vuelo el debate público sobre este tema. La preocupación del sector privado por la incidencia de los incrementos salariales en los costos laborales de las empresas es muy comprensible. No solo está en peligro la situación financiera de las empresas sino, y ante todo, la estabilidad laboral en el país. 

Los datos que aporta el documento empresarial son elocuentes. El salario mínimo nacional creció en promedio 13,6%, en el periodo 2006-2017, a la vez que el salario básico lo hizo en 8,1%, porcentajes muy superiores al aumento de la inflación de 5,7%, en esos mismos años. El salario mínimo ha tenido un aumento relativo de 380%, y ciertamente explosivo por su impacto en los costos y cargas laborales. Lo peor es que este populismo salarialista no ha redundado en mejoras de productividad ni en generación de más y mejor empleo.   

No extraña pues que muchas empresas se hayan visto forzadas a reducir e incluso cerrar operaciones o bien a refugiarse en la informalidad, con la consiguiente contracción del empleo formal. En el mercado laboral prevalece la precarización del trabajo, al tiempo que se expande descomunalmente la economía informal. Para este sector que acoge al 80% de la fuerza laboral urbana, los decretos salariales son irrelevantes e inocuos, pero no así para el sector privado formal -y especialmente las pequeñas y medianas empresas-, cada vez más asfixiado por una sobrecarga de obligaciones salariales, tributarias y reglamentarias, y en notoria desventaja frente a los productos extranjeros y el contrabando. 

El mensaje de la Cámara de Comercio es corregir los efectos negativos y distorsivos de una política salarialista, desentendida de la estabilidad laboral e insostenible en el contexto de desaceleración económica. Y con toda la razón. Persistir en esa política es suicida, y no solo para las empresas sino para el esmirriado estrato de trabajadores que tienen el ‘privilegio’ de un empleo protegido por la legislación laboral. La propuesta de ajustar el salario básico y el salario mínimo nacional a la tasa de inflación, y dejar que incrementos adicionales sean negociados en cada empresa o sector y condicionados a aumentos de productividad y a metas de gestión empresarial, es de sentido común. Es una forma lógica de proteger el empleo, y a las propias empresas, de las que depende aquel. 

Y si en verdad al Gobierno le importa la creación de nuevos empleos y de calidad, debe acoger la idea de la Cámara de Comercio de una impostergable reforma laboral, que pasa por modernizar la legislación laboral y mejorar el ambiente de negocios, a fin de impulsar las inversiones privadas y despejar las trabas a la actividad empresarial. Lo están haciendo casi todos los países de Latinoamérica, porque no hay otra manera de elevar la productividad y la competitividad nacional. Las propuestas del empresariado se sitúan en la dirección correcta. Hay que recuperar la racionalidad, tanto como la capacidad de diálogo y concertación que empresarios, trabajadores y gobierno han perdido. Y que también las instancias departamentales tomen sus propias iniciativas en materia de salarios y empleo. Ojalá que el sindicalismo no lo impida y que el Gobierno obre con sensatez y responsabilidad, sin oportunismo ni cálculos electorales. 

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