Opinión

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20 de agosto de 2019, 4:00 AM
20 de agosto de 2019, 4:00 AM

Una mirada a la composición de las listas a diputados de las diferentes opciones electorales del actual proceso electoral deja claro que el objetivo histórico de la inclusión social de sectores indígenas y campesinos se ha cumplido en buena medida. Desde las expresiones consideradas conservadoras hasta las que se adscriben a las posiciones más progresistas, todas incluyen en sus posibles representantes una amplia gama de la plurinacionalidad boliviana.

Este dato es de vital importancia en la medida en que da cuenta de que el país ha encontrado finalmente el derrotero fijado hace más de un siglo por aquella valiente generación que bajo la tutela de Tristán Maroff o Geinsbor habían instalado en el discurso político la necesidad de incluir a estos sectores que, a principios del siglo XX, se encontraba bajo el yugo de la más espantosa discriminación racial.

El “indio” de aquellos tiempos era más un componente del paisaje o un dispositivo de la producción minera o agrícola que un ser humano. La Revolución del 52 se encargó de posicionarlos en la historia como ciudadanos y les reconoció una identidad que exigía procesos reales de inclusión.

Pues bien, lo que había iniciado el MNR lo ejecutó el MAS. Ahora las diferentes nacionalidades hacen parte del juego político de forma irreversible y actúan en la misma rasante.

En la otra cara de la medalla, el régimen de Evo Morales y particularmente la estrategia polí- tico-ideológica de su vicepresidente, intentaron por todos los medios imponer una imagen de país en que el actor central del proceso de inclusión se centraba casi por exclusividad en ciudadanos que ostentaban de forma explícita un distintivo étnico.

Los mestizos blancoides –como prefiere llamarlos el vicepresidente- desaparecieron de todas las narrativas y mensajes gubernamentales intentando crear en el imaginario social un país de exclusividad indígena originaria campesina.

La célebre argumentación de García Linera en contra del mestizaje dejó claro el objetivo racial del régimen; empero, el papel aguanta todo, la realidad en cambio ha mostrado –y ahora lo vemos con claridad meridiana en las listas de candidatos- que las clases sociales no desparecen bajo el impulso racial de algún ideólogo, y que, pese a todos los argumentos, el bombardeo multimillonario de propaganda racista, la ridícula reforma educativa o la fogosa y, de tanto en tanto metafísica, discursiva vicepresidencial, blancos, blancoides, mestizos, morenos, teñidos, advenedizos y originarios hacen parte de cualquier proyecto político, su presencia se inscribe de forma natural en los proyectos políticos tanto de lo que se denomina “la derecha”, como lo que conoce como “la izquierda”.

Cuando los ideólogos del MAS sostenían que la única manera de construir un país de verdad era borrando del mapa social al mestizaje, (trátese de mestizos blancoides o de los mestizos andinos, quechuas o guaraníes) leían la República bajo el tarot de un racismo excluyente que no hace parte de la idiosincrasia nacional.

El adalid del racismo moderno boliviano debe estar rasgándose las vestiduras.

A pesar de todos sus esfuerzos, Bolivia ha alcanzado un nivel de vigencia pluricultural más allá de las ideologías y las trasnochadas reminiscencias de un pasado originario que ningún sector social valora más allá de lo valioso que es para una nación honrar sus mitos, sus héroes y sus prohombres, pero aquel diseño y eso, de país en el que el blancoide mestizo se trasformó en el sujeto de un racismo a la inversa ha fracasado, tanto, como ha fracasado el proyecto de nación que imaginaron Fausto Reinaga, Felipe Quispe o García Linera.

Para octubre la suerte está echada; votaremos por el mejor más allá del color de piel. Sin la menor duda, será la prueba irrefutable del fracaso del racismo masista y el triunfo de la pluriculturalidad nacional.

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