Opinión

La herida en carne viva

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11 de octubre de 2018, 4:00 AM
11 de octubre de 2018, 4:00 AM

El mar que nos arrebataron es una herida abierta. Desde la cuna mamamos dolor y vivimos rumiando una enfermiza amargura. Por dolor hemos ido a un juicio en el que solo podíamos perder. Tanto si el tribunal internacional nos daba la razón, como si la negaba, salíamos peor que antes. Pero el mar nos duele tanto, que no podemos pensar.

Creímos ingenuamente que nuestro presidente había encontrado el camino al mar. Estábamos convencidos de que un famoso tribunal obligaría a Chile a devolver lo arrebatado. No entendíamos más y nuestros sueños corrían desbocados. Pues no. No se pidió esa fácil restitución, porque no se la puede pedir. Los tratados de paz de aquellos tiempos son irrevisables y no existe tribunal en el mundo con poder para dar marcha atrás a la historia. Ni el Papa de Roma. En tiempos de nuestra pérdida del Litoral, la guerra era ley y el vencedor imponía su capricho. Así funcionaba el mundo y lo que se ha acordado después no sirve para el pasado. Ahora nos queda el sabor amargo de la injusticia. Creemos que no se nos escuchó. Se escuchó todo, pero no podían decir más de lo que dijeron.

Estábamos en plena conversación con los chilenos y de repente nuestro presidente, acostumbrado a imponer e incapaz de negociar, de dialogar, se levanta, manotazo en la mesa y portazo, sale profiriendo amenazas. Decide mandar a Chile al banquillo de los acusados para que alguna autoridad universal lo castigue y le ordene complacernos. Como no se podía pedir la anulación del tratado de paz y como el presidente amenazó con juicio, hubo que plantear una simpleza. Planteamos un juicio para que vuelva Chile a sentarse a conversar. Chile había quedado ahí sentado, la conversación era lo que ya estábamos haciendo, los que rompieron el diálogo fuimos nosotros, pero ese fue el juicio que iniciamos. No parece muy inteligente, pero esa es la figura y ese es el estilo de nuestra diplomacia.

Nuestra única opción era y es negociar con Chile y convencerlo, pero fuimos tan torpes que, en lugar de ganarnos su respeto y su comprensión, llamamos a un gendarme para que los obligue a escucharnos. Por eso, el juicio es lo peor que podíamos haber hecho. Imaginemos que ganamos el juicio, que el tribunal nos da la razón y obliga a los chilenos a sentarse a negociar ¿Vendrían de buen humor? ¿Vendrían con alguna intención de complacernos? En ningún momento. Se sentarían a conversar, qué remedio, pero con sangre en el ojo y decididos a no darnos ni un grano de la arena de sus playas. Con desplantes y amenazas, a punta de insultos e insolencias, solo se consiguen enemigos, que no es lo que necesitamos ¿Y si perdemos? Lo mismo. Enviarlos a juicio mató lo que hubiera habido de buena disposición, pero, además de empeorar las relaciones, hemos perdido lo avanzado en cien años de presión internacional. Después de la intercesión de todos nuestros vecinos y del mundo, de alguna manera Chile se sentía obligado a satisfacer nuestra aspiración. Ahora, con gran esfuerzo, hemos conseguido que un juez supremo les diga que no están obligados a nada.

El presidente esperaba llegar a elecciones como el genial adalid del mar. La derrota le cambia los planes. A nosotros nos ha hecho retroceder ciento catorce años, porque lo ha hecho todo con excesiva soberbia y con poca inteligencia. Nos hemos tragado y aplaudido todo, porque el dolor de la herida no nos deja pensar.

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