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3 de junio de 2018, 4:00 AM
3 de junio de 2018, 4:00 AM

Unas semanas atrás, TV – UNAM tuvo la atinada iniciativa de proyectar películas premiadas en el Festival de Cannes, por la conmemoración de los más de 70 años del prestigioso evento. Me invitaron a comentar el filme Pagador de promesas, de Anselmo Duarte (1962), que obtuvo una Palma de Oro, la primera película extranjera en ganar esa distinción y la primera brasilera nominada a los premios Óscar en 1963 (confieso que, a pesar de su éxito y pertinencia, no la había visto).

El filme retoma la novela de Alfredo Dias Gomes, autor, entre otros, de El bien amado, telenovela de alto impacto en Bolivia en los 70. Se cuenta la travesía de Zé, un creyente del noreste rural de Brasil que realizó la promesa a Santa Bárbara de llevarle una cruz hasta el templo que se encuentra ubicado en la capital del estado, si salvaba a su burro, al que le cayó un rayo. La Santa cumple, por lo que él tiene que hacer lo propio: parte con la cruz al hombro hasta las puertas de la iglesia, pero cuando quiere ingresar se encuentra con el sacerdote y empiezan todos sus problemas.

El cura, de formación tradicional, averigua que, por un lado, el origen de la promesa era la vida de un animal, pero, por otro lado, que la idea nació del intercambio que tuvo Zé en el marco de una celebración de candomblé. Indignado, el prelado le niega el ingreso al recinto sagrado. 
El episodio adquiere dimensiones mayores. Las altas autoridades eclesiales reaccionan apoyando al sacerdote, los creyentes negros se movilizan con cantos y bailes en la puerta de la iglesia, los periodistas ponen a Zé en las primeras planas haciéndole decir consignas revolucionarias que no dijo. El revuelo es mayor movilizando a autoridades eclesiales, políticas, periodísticas y a distintos sectores sociales.

La película dibuja a la iglesia brasilera, previa al Concilio Vaticano II y a la Teología de la Liberación, con una orientación conservadora que considera demoniaco todo lo que provenga de la religiosidad popular; al frente está  el mundo complejo y diverso de creyentes que acuden a una u otra expresión religiosa sin encontrar grandes contradicciones, más bien como un continuo sagrado que no se quiebra por adscribirse o al catolicismo o al candomblé. Es contundente la idea que Zé repite varias veces: “Promesa es promesa”, lo que muestra una forma religiosa basada en el contrato directo entre divinidad y fiel -sin presencia de autoridades religiosas- que no puede ser negociado, por eso su terquedad por entrar al templo a dejar la cruz incluso cuando todos le dicen que bien puede depositarla en la puerta. 

También se deja ver la diferencia entre el mundo rural que se mueve con lógicas propias de la relación con la naturaleza y el ámbito urbano –moderno que depende más de la dinámica económica industrial en ciernes con actores políticos y periodísticos distintos-. 

La película es una ventana a las tensiones propias de la experiencia religiosa brasilera -y latinoamericana en muchos aspectos-: el sincretismo, la relación con la imagen, el rol de las religiosidades no católicas y su tenso intercambio con las autoridades eclesiales, la naturaleza del tipo de creyente, la presencia de la política, los medios y el mercado.

Sin duda el panorama religioso actual se ha modificado considerablemente, pero la lucidez de la película es sorprendente, dejando sobre la mesa temas que son discutidos hasta nuestros días. El pagador de promesas da para mucho, se trata sin duda de una de las mejores producciones que he visto en pantalla grande sobre la religiosidad en el continente, un paso obligado para quienes nos interesa el tema. 

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