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1 de abril de 2018, 4:00 AM
1 de abril de 2018, 4:00 AM

Las conversaciones cotidianas, los comentarios de encuentros, celebraciones, contactos fortuitos, dejan ver cuán arraigada está una imagen o idea sobre la corrupción que fue muy popular hasta hace unos años, pero que hoy queda rezagada frente a una realidad en la que se ha hecho descomunal a escala planetaria.

La noción más difundida sobre las conductas corruptas se suele limitar al soborno, al desfalco de fondos, al robo, grande o pequeño de fondos estatales. Esta continúa siendo la forma más común, pero dista de lejos de ser la única o la última. El uso de un cargo para desviar fondos hacia cuentas y fortunas privadas ha sido popular, probablemente desde la creación del Estado, y hoy la variedad de formas ingeniosas para hacerlo desafía a cualquier imaginación.

Pero, para entender las nuevas rutas y manifestaciones de la corrupción, es necesario recuperar una noción básica, tan frecuentemente omitida, de que el corazón mismo del fenómeno es antes que nada una cuestión de abuso de poder; con o sin dinero, u otros recursos materiales al alcance de la mano. La corrupción es, intrínseca y esencialmente, el uso del poder público para el beneficio privado, de individuos o grupos.

La cuestión del uso del poder es indispensable para focalizar el problema y no diluirlo, como ocurre con todo tipo de afirmaciones que se refieren a una “corrupción generalizada”, mezclando todo tipo de prácticas en una confusa categoría. Los agentes políticos de diversa naturaleza, incluyendo en primer término los políticos profesionales en toda la amplitud del término, comprenden exactamente la naturaleza del problema y dicha comprensión es la que patenta y caracteriza las nuevas tendencias corruptas de las últimas décadas.

Para decirlo  pronto y de la manera más sencilla, tales tendencias consisten en una conducta constante, deliberada, planificada e integral para emplear conscientemente el conjunto de los órganos y aparatos estatales en estrategias de promoción y fortalecimiento de diversas instancias privadas (partidos, agrupaciones, clientelas que pueden ser muy amplias, grupos económicos y sociales), en detrimento de los intereses colectivos de una sociedad.

De este modo, la escala del abuso del poder sobrepasa todas las marcas y empequeñece, con mucho, las actividades del crimen organizado que, aislado y como tal, resulta diminuto ante la amplitud de las enormes operaciones que puede realizar un Estado con las contrataciones de obras públicas, la concesión de licencias ambientales, la definición de prioridades económicas, el manejo tributario, el uso de la presión fiscal focalizada, etc. 

En ciertas situaciones, el crimen organizado se alía directamente con el poder político, o llega a copar regiones más o menos extensas de los aparatos estatales, pero se trata de casos excepcionales. En otras palabras, la corrupción propia de estos tiempos no necesita de mediación o nexos con aparatos delictivos: la práctica política corriente apunta ahora como regla a copar el poder político para dedicarlo prioritariamente al beneficio privado; el servicio público, para estos agentes que incluyen elementos partidistas, representantes de organizaciones sociales, medios masivos de difusión y otros componentes del sistema de representación política, es una excepción cada vez más exótica.

La expresión más característica – o la única- de esta inclinación es un Estado de tipo corporativo, volcado al servicio de sectores determinados de la sociedad, apelando, ciertamente, a una fundamentación orientada a que se acepte tal situación como un retorno a lo que debe ser normal, o a la reparación de daños pasados.

La corrupción actual no reconoce fuentes únicas ni fronteras ideológicas, y para contrarrestarla es necesario que la sociedad supere el riesgo de la corrupción del pueblo, que no es otra cosa que la indiferencia de una sociedad ante los intereses colectivos, ante las acciones de los gobernantes y, especialmente, ante el abuso del poder.  

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