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25 de marzo de 2018, 4:00 AM
25 de marzo de 2018, 4:00 AM

El vicepresidente coqueteó con la clase media. Enarboló su corbata casi como este escribidor solía ceñirse el galante traje de moreno-caporal en coyunturas carnavaleras. Pero, claro, solo en un arrebato de insensatez se me hubiese ocurrido ir a mi oficina o a dar mi cátedra con ese atuendo. Él lo hizo. En su compulsividad matemática, calculó fríamente que aquel disfraz lo exhibiría potable al veredicto sinuoso de esa clase media. Guardó al guerrillero y convocó al profesor de universidad privada o al consultor de la comunidad europea, ataviándose al efecto esa curiosa vestimenta, jamás usada en los tiempos de voladuras ni en los años de turismo estudiantil por México.

Más tarde, volvió y emergió el licenciado en aspiración a Baldor, calculando esta vez los beneficios políticos del prodigio marital. El ciclo se cerraba: la televisión lo catapultó como el pensador de la clase media, la corbata como el refinado propotipo de la clase alta y Tiwanaku nupcial como el enamoradizo con corazón. 

Genial. No hay duda que esta gama de conjeturas estadísticas, de haber sido empleadas con tanta maestría en los tiempos de estudiante, le hubieran ahorrado la mentira a todo un país: “soy licenciado”, propiciándole su debido título. Pues no fue así. El hombre se atrasó en su empeño y dejó relucir sus dotes calculistas recién en su cargo de vicepresidente.

Pero, claro, no se puede ir a misa de caporal ni se puede ir, cada fin de semana, a comer hot dogs con antifaz. El disimulo cobra factura, y, más tarde que temprano, todos se enteran que eres Bruce Wayne. Y ya nos hemos enterado de quién es él. Quien narcisamente codiciaba el podio al mejor intelectual del país resultó carecer de ese carné de identidad de la clase media: el título profesional. La presea dorada le fue arrebatada con singular vehemencia de su holgado cuello: ¡bachiller! le espetamos, con la misma furia de quien encuentra al esposo atrapado in fraganti con la amante: ‘infiel’. Ya nos enteramos de quien es él.

Sí, ya casi lo sabemos. Es elemental Watson, vamos bien. Pues sí, la máscara ya se diluyó. Y sin ella, solo queda ese hombre dañado.

Un hombre colérico ante las preguntas de sus ocasionales interrogadores: “¿y el viceministro Cárdenas no fue racista, y usted no fue racista?”, preguntaron; “usted es de Erbol, y usted no sabe lo que significa ascender y descender”, respondió. Iracundo. Sin velo, ya transformado en él mismo: un sujeto angustiado con las interrogantes de dos valientes periodistas. ¿Por qué ese descontrol? La razón no está en ese salón del Palacio de Gobierno. Quizás esté en algún remoto día de un lejano pasado en algún rincón de Cochabamba. Lo distingo ahí, solo, frente a su progenitor, un ciudadano poco volcado a su familia, quien acaba (ba) de regañarlo, una vez más, otra vez. Álvaro lo odia (ba) y décadas más tarde ni siquiera asistiría a su funeral.

Ese niño inseguro buscó inventarse un personaje que borrara ese recuerdo de sí mismo, vulnerable y humillado. Odiaba y tenía ganas de odiar. Necesitaba encontrar una religión que le señalara el camino, lo salvara y le posibilitara dar rienda suelta a sus sentimientos. Esa religión apareció y se llamó marxismo. Le permitió creer en algo, vislumbrar su salvación y de yapa, le facilitó orientar aquel odio que tenía hacia una persona, encauzándolo, con coquetería científica, a toda una clase. Sena quina: por fin fue alguien. El marxismo lo encontró y, seamos sinceros, si esta doctrina no hubiese existido, Álvaro se la hubiese inventado. No fueron sus lecturas que lo hicieron marxista; él fue marxista aún antes de haber leído una línea de El Capital. El germen del aniquilamiento del otro ya moraba en él antes siquiera de haber leído un párrafo de la inmensa bibliografía del notable judío.    

¿Imagina usted lector lo que significa para este hombre de fe que un par de anónimos periodistas cuestionen sus enseñanzas o que a este creyente de la doctrina del odio le puedan arrojar al rostro. “…tu bautizo ha sido trucho, no cumpliste el sacramento de la clase media”. Yo sí puedo. Y el resultado está a la vista: un furibundo ciudadano buscando no volver a ser aquel niño. Un rabioso individuo queriendo dejar en claro cuán fuerte y seguro es él. 
Pobre. Y pobres nosotros. 

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