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4 de noviembre de 2018, 4:00 AM
4 de noviembre de 2018, 4:00 AM

Es 1882 y tiene 73 años, han pasado más de 20 desde la publicación de su libro que cuestionó aspectos fundamentales de la vida. Hoy, yace en su lecho y mañana, 19 de abril, será asu último día de vida. Mira con dificultad por la ventana amplia, el pasar de una bandada de gansos. Sabe que están migrando y que esta vez no los podrá seguir... Recuerda sus caminatas habituales en su casa de Down, en las que reflexionaba sobre muchos de esos temas… hace dos semanas se publicó su último artículo sobre la dispersión de bivalvos por escarabajos, tema que lo deleitó sobremanera.

La respiración se le hace más difícil… ecos de la selva tropical resuenan en su mente y de reojo observa un ejemplar de su libro que sin proponérselo generó una revolución que en determinados momentos lamentó ser el portador. Lo llamaron “el asesino de Dios” por dar una explicación diferente al concepto de vida y lo sepultaron civilmente muchas veces. Se cansó de morir… Lo que descubrió producto de su instinto y su largo viaje, lo atormentó en su intimidad y lo puso en contra de todo lo que social y religiosamente era aceptable en la Inglaterra victoriana de entonces. Su esposa renegó vehementemente de la perspectiva revolucionaria que iba dibujando y trató de disuadirlo enfáticamente de no dar a luz sus conclusiones, pero había avanzado y se había transformado tanto que la lejanía entre él y sus propios miedos y dudas, instalaban un muro sordo y ciego a cualquier otra opción.

Pese a toda esa aura de hombre solitario, introspectivo, casi tímido, pero muy conectado con el mundo científico de entonces (así lo demuestran sus más de 5.000 cartas conocidas), su gran tenacidad predominó en él y dio lugar a aquel “revolucionario gentil” como lo llamó Jay Gould. Evidencias de su convencimiento final pueden advertirse en un fragmento epistolar de 1844 que le escribe a su esposa, Emma Wedgwood:

“Acabo de terminar el esbozo de mi teoría de las especies. Si como creo, mi teoría es cierta y si es aceptada incluso por un juez competente, constituirá un paso considerable para la ciencia. Por consiguiente te escribo esto, por si me ocurriera una muerte súbita, como mi más solemne y última voluntad, que, estoy seguro considerarás igual que si estuviese legalmente incluido en mi testamento: que dediques 400 libras a su publicación.”

En medio de todo, recordaba de tanto en tanto circunstancias de su viaje de cinco años por el mundo, que alivianaban en algo el pesado equipaje que decidió llevar gran parte de su vida, y que comenzó en niño observando y coleccionando escarabajos. En su viaje, fue curioso, tenaz y a veces flojo… y es que al final era simplemente humano.

Despierta extremadamente cansado, es su último día y el sueño inevitable se acerca... En un suspirar profundo, recuerda que un día, un extraño se le acercó curioso al ver su insistente afán por capturar insectos y le preguntó su nombre, y el entonces niño le respondió con firmeza: “Charles Darwin”.

 

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