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10 de mayo de 2018, 4:00 AM
10 de mayo de 2018, 4:00 AM

El caso de las mochilas chinas en Cochabamba y en otros municipios se ha sumado a los muchos casos de corrupción difundidos a escala nacional y local en los últimos tiempos. En  sentido estricto, no interesan los montos en juego, sino el acto de incurrir en este delito, que parece tener vida propia, permanece agazapado en las sombras esperando asaltar a la nueva presa que se presta gustosa a participar del festín. 
Las formas habituales que asume la corrupción estatal son la adjudicación de contratos, los sobreprecios, el desvío de fondos,  el reparto de pegas, las coimas, en fin, diversas formas de intercambio político prebendal que han pasado a ser parte del habitud del poder.

Cuando se pone al descubierto una de las piezas teatrales mediante la denuncia de algún caso de corrupción, se corre el telón y las escenas son más o menos parecidas: el sujeto imputado está perplejo, no sabemos si debido a la sorpresa  por ser descubierto o por la indignación ante una injuria, aunque los mejores actores permanecen inexpresivos como desafiando al público. Al otro lado del escenario se presenta el denunciante, normalmente fuera de sí, probablemente porque es su primera incursión en las tablas y está invadido por la emoción de la fama o, por la carga política y emocional que lo embarga por la estocada contra el partido opositor (que se sepa, no existen denuncias de corrupción contra los propios partidarios).

Por el fondo del escenario hacen su ingreso  las autoridaes judiciales competentes, vestidas con largas togas, pelucas y la pesada balanza de la equidad que ante el acucioso ojo del  público no tiene ningún movimiento basculante, las piezas están pegadas al eje central; caminan firmes con los ojos vendados hacia el inculpado. Las vendas en este caso no representan la imparcialidad, sino la ceguera, pues ya conocen el libreto y por tanto el final de la obra, y los tiene sin cuidado la decisión de castigar o salvar. 

También irrumpen en la escena, como actores siempre secundarios, las masas, correligionarios o sectores sociales que están ahí para ovacionar al imputado sin importar si es inocente o culpable, como sucedió con Nemesia Achacollo cuando la ALP incomprensiblemente le otorgó un  voto de confianza en medio de la acusación de corrupción o con los gremios que tomaron las calles hace algunos días apoyando al alcalde Leyes.

En el siguiente acto se instala la zozobra, la incertidumbre, los minutos que pasan uno tras otro y mantienen a los espectadores en vilo, hasta que, como en una mala obra de teatro, termina sin que pase nada. La trama sigue sucediendo con algunos atropellos que parecen llevar a un final revelador, que no sucede. La autoridad es varias veces convocada al escenario, en ocasiones para explicar, llorar o para cumplir una leve condena, pero termina cerrándose el telón sin ningún final que convoque al público a ponerse de pie y aplaudir ante una evidencia contundente, creíble y eficaz que resuelva el caso a favor o en contra del imputado. De ahí que la impunidad ante la ley y la arbitrariedad en la aplicación de la justicia han pasado a ser las frases favoritas en nuestras malogradas democracias. El aplauso del público por un proceso justo o por sentar un precedente, no sucede, los espectadores se retiran del teatro de la lucha contra la corrupción en silencio, frustrados ante una reiteración que carcome la confianza en la democracia y la institucionalidad.

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