El Deber logo
26 de febrero de 2018, 4:00 AM
26 de febrero de 2018, 4:00 AM

Este es un lugar de inmortales tormentos: las barracas donde a miles de mujeres, niños y hombres el frío y el hambre los mordían durante toda la noche, acostados en esas catreras de dos pisos que les hicieron construir con lo que les quedaba de fuerza…, el tren cómplice que llegaba agotado, con seres agónicos y hechos jirones a este territorio hostil donde los asesinos del diabólico Adolfo Hitler los recibían con muy malos modales, mostrándoles sus dientes de bestias sin pena…, la criminal cámara de gas que empuñaba la muerte horrorosa…

Ahora Auschwitz no es un sitio al que solo se llega, es un ser vivo que mira por las ventanas de los pabellones de la muerte, es un alma que respira despacio, dueña de un dolor que está ahí, en esas paredes que ahora guardan bajo un silencio entero los cabellos y los zapatos, las maletas y los lentes y la ropa y las muletas y las piernas ortopédicas de los judíos capturados durante los macabros años de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), cuando ser judío para los nazis era una palabra enferma, inferior.

A Auschwitz se ingresa por una carretera plana que nace en la Cracovia polaca que en 1939 fue invadida por Alemania.  Un viaje de una hora por esa ruta escoltada por bosquecitos de árboles esbeltos y delgados que en invierno se quedan vacíos, desnudos hasta la última hoja:  troncos oscuros, fantasmagóricos, incapaces de ocultar a los que osaron escapar del despiadado campo de exterminio donde desde mayo de 1940 hasta enero de 1945 se estima que fueron asesinados más de un millón cien mil judíos polacos, los primeros en caer, a golpe de bala, colocados en paredones después de haber sido obligados a cavar sus propias tumbas, y los que siguieron después, envenenados en la cámara de gas donde quedan como testigos los arañazos en las paredes de personas desesperadas que se enteraban de la  muerte en ese instante de la ejecución, minutos después de que les habían dicho que ingresarían a darse una ducha en masa, que se saquen la ropa y que cada quien una el par de sus zapatos en un solo nudo para que al salir no les cueste encontrarlos.  Pero no salían ni vivos ni enteros: ahí mismo los mataban y ahí mismo los quemaban después de arrancarles el oro de los dientes y las cenizas echadas a los montes y al río.

Auschwitz es un cementerio y como en todo cementerio se debe guardar silencio, dice la guía con una voz solemne, justo debajo de la entrada, de ese arco mentiroso que con letras forjadas en hierro dice en lengua alemana: Arbeit macht frei: El trabajo les hará libres.

Hay un dolor suspendido en el aire. La muerte pasó por aquí y convirtió este lugar en un santuario eterno, gobernado por un silencio que no existe en otra parte, en otro mundo.

Tags