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11 de diciembre de 2018, 4:00 AM
11 de diciembre de 2018, 4:00 AM

En 1979, ciudad de la Paz, el mundo y yo éramos jóvenes, la lucha contras las dictaduras que se sucedían como pesadillas estaba en las calles; los adoquines, las pancartas y los gritos rebeldes eran nuestras armas. Un día de esos, que luego se convierten en la “memoria del corazón”, me llamó un empresario, Jorge Cuéllar, dueño de un par de aviones que proveían de carne vacuna a las minas estatales. Un hombre rico que se había mudado a un piso en la calle México, a una cuadra de la biblioteca municipal. Me recibió en una amplía oficina con finos estantes de madera mara, todos vacíos; sin rodeos me dijo que quería que llene los estantes. “Vos conocés de libros, quiero que comprés novelas, poemarios, enciclopedias y diccionarios; ya le instruí al contador que te habilite un fondo rotativo”, acepté la propuesta sin dudar. Iba a comprar libros, no me importaba que sea para otra persona, lo iba a hacer de acuerdo a mis gustos, mis autores favoritos estarían cobijados en esos muebles.

Empecé mi trabajo comprando los clásicos universales; luego escritores del boom latinoamericano: Cortázar, García Márquez, Vargas Llosa, Borges, Rulfo, Carpentier y otros. Seguí con mis poetas preferidos. Todos los días dejaba libros, entregaba facturas y me reponían el dinero invertido; en cierta ocasión el empresario me hizo un encargo especial, quería la colección de Selecciones del Reader’s Digest, completa y empastada. Acepté el desafío. En los años 70 esta revista era muy leída, se la encontraba tanto en consultorios médicos, bufetes de abogados, antesalas de empresas y hogares. Era la época de la Guerra Fría y los soviéticos tenían sus propias selecciones, se llamaba Sputnik, en honor al satélite de la URSS.

La tarea no fue tan difícil como pensé. Fui a la avenida Montes, que en esos años albergaba a los vendedores de libros usados (ojo: no son lo mismo que los piratas), recorrí caseta por caseta y encontré a un vendedor que sabía de alguien que quería vender su colección empastada. Me pidió una comisión y acepté. Fuimos, regateamos el precio y al día siguiente el empresario pudo jactarse de tener su colección de Selecciones del Reader’s Digest. Los libreros, al ver que les compraba rutinariamente todos los días, me obsequiaban un libro por cada diez adquiridos, esos libros y los que me compraba mi madre fueron la base de mi biblioteca. Conservo muchos de ellos, otros se han ido en las donaciones que realizo con frecuencia. Fue un hermoso trabajo, gracias don Jorge.

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