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16 de noviembre de 2017, 4:00 AM
16 de noviembre de 2017, 4:00 AM
Todo boliviano tiene derecho a aspirar al más alto cargo de servicio a su Nación si tiene la capacidad para hacerlo, y mucho más si en su trayectoria de vida ha tenido vivencias de exclusión que desea revertir con justicia y equidad. Este derecho es lo que permite el sistema democrático regido por una Constitución Política que, por definición, debe reflejar primero un consenso socio-político y luego la representación de la composición poblacional de todo el Estado.


Por ello mismo, cuando un presidente es elegido por la vía democrática y no por la del golpe de Estado o la asonada, el primer acto que cumple es el de prometer el cumplimiento de esa Constitución y de ponerse al servicio de todos los bolivianos, sin distinción alguna.

Ahora bien, este  mandatario no se libra de modo alguno, salvo una conciencia clara, una inteligencia superior y una férrea voluntad para resistir, de dos fenómenos inherentes -por desgracia- al ejercicio del poder. Los intereses que pugnan a su rededor, generalmente ‘non sanctos’,  y la astuta zalamería de todo un aparato organizado para succionar los beneficios y efectos del poder, que lo cercarán para aislarlo de la realidad a la que debería servir y para transformarlo, al punto muchas veces de convertirlo en una persona tan distinta que no podrá reconocerse a sí mismo y menos acordarse de las motivaciones que lo impulsaron ni de los propósitos con los que posiblemente llegó.


Son los que le dicen al oído a cada momento, que es el único, el elegido, el mejor entre todos, que su valentía e inteligencia son épicas e inéditas y por tanto, que no debe irse jamás. Esta parafernalia orquestada por aquellos cálculos será, cómo no, la que opere las malas artes, los asuntos a ser encubiertos, la impunidad para las graves faltas, que le restan recursos y oportunidades al país, por las que más temprano que tarde, tendrá que responder solo él, el mandatario. Porque esta orquesta desaparecerá cuando involucrado o no, el mandatario adulado y endiosado se tenga que ir, esta vez en soledad, volviendo a pisar el suelo al que se debió y prefirió ignorar en nombre de una gloria, ineludiblemente pasajera. 


Pero por desgracia, esos son los elementos nodales que confluyen para que alguien que tal vez llegó cargado de sueños y buenas intenciones al sitial buscado, al oír y dar cabida a los malos consejos y adulaciones, se sienta tan poderoso como para ser capaz de negar su propio juramento o promesa y al convencimiento personal, rayano en la sinrazón, de aquella histórica y tristemente célebre frase: “Después de mí, el diluvio”. 
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