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11 de marzo de 2018, 4:00 AM
11 de marzo de 2018, 4:00 AM

En la anterior entrega poníamos de manifiesto que el caudillismo parece que forma parte del ADN de la mayoría de los gobernantes latinoamericanos, especialmente de los representantes del socialismo del siglo XXI. Todos estos caudillos ni bien han trepado al poder, salvo ‘Pepe’ Mujica, de Uruguay, han buscado la forma de perpetuarse en el gobierno cambiando las reglas democráticas que le permitieron acceder al poder. 

En general, el caudillismo se encarga de generar las condiciones para que se generalice la corrupción política, por cuanto esta siempre florecerá en la oscuridad del totalitarismo, del autoritarismo, del populismo, regímenes que limitan el poder a unos pocos sin tener que rendir cuentas al pueblo. Mientras no se erradique este viejo sistema político (presidencialista, autoritario y caudillista) y su pesada carga ideológica y cultural, toda la salud democrática e institucional dependerá del presidente.

Sin embargo, el caudillismo no solamente alimenta la corrupción y liquida las instituciones democráticas, sino que también termina liquidando al caudillo y a su partido político y al estamento social que lo sustenta. Esta liquidación del caudillo y de su aparato político viene como consecuencia de que, como el partido político no es democrático, el caudillo no permite que al interior del partido haya nuevos liderazgos que continúen al frente -en este caso- de la gestión de gobierno. 

En esta trampa ha caído el MAS, al extremo de que este partido político, y en buena medida la suerte de la democracia, depende de Evo Morales y así lo reconocen sus seguidores y por eso buscan su reelección, aunque sea echando por la borda la Constitución que han jurado defender, los convenios y pactos internacionales. En todo caso, mientras la existencia y proyección del MAS dependan de Evo Morales, la oposición política tiene el mismo problema, pero por falta de un proyecto de unidad y de visión de país de los otros caudillos.

El caudillismo de Evo Morales terminará con el MAS, como en su momento ocurrió no solo con UCS de Max Fernández, Condepa de Carlos Palenque, ADN de Hugo Banzer, sino también con el histórico MNR de Víctor Paz, Hernán Siles, Wálter Guevara, Juan Lechín, etc. Todos estos partidos existieron y se consideraban ‘imprescindibles’, que habían llegado para quedarse, la reserva ‘moral de la humanidad’ mientras existían sus caudillos fundadores. 

El MAS viene repitiendo las prácticas de los partidos y líderes de la vieja política que tanto criticó. En este partido o agrupación de movimientos sociales, sin embargo, la situación es mucho más crítica, habida cuenta de que no se permite ‘librepensantes’ y cualquiera que intente hacerle sombra al ‘jefe’ o cuestionar su liderazgo lo echan con ignominia y se convierte en traidor del movimiento, vendepatria, etc.

El caudillismo es negativo no solo porque bloquea el surgimiento de nuevos líderes e impide la oxigenación y la necesaria renovación del sistema político nacional, sino también porque sacrifica la institucionalidad, las reglas democráticas y condena a las nuevas generaciones a estar gobernadas por mentalidades del siglo XX. Los partidos políticos necesitan reivindicar su condición de intermediarios entre la sociedad civil y el Estado. 

El denominado ‘proceso de cambio’ que enarbola el Gobierno no ha cambiado nada la centenaria organización ‘colonial’, ‘centralista’ y ‘presidencialista’ del Órgano Ejecutivo, donde su figura encarna el poder total e impone su voluntad (Evo Morales se confiesa: “Yo le meto nomás aunque sea ilegal y después que vengan y arreglen los abogados”). 

El caudillo vive obsesionado por tener la concentración del poder y termina erosionando el sistema democrático, el pluralismo político, la independencia judicial, la transparencia de la cosa pública y facilita la corrupción, máxime cuanto el Presidente del Estado ostenta la jefatura del partido en función de Gobierno y de hecho se torna en el principio y en el fin de la causa partidaria. 

El caudillismo constituye una funesta herencia para las nuevas generaciones no solo porque les impide ser elegidas, acceder al poder y disfrutar de las generosidades del sistema democrático, sintonizarse con los adelantos tecnológicos y las nuevas tendencias universales, sino también porque vulnera una serie de valores y principios imprescindibles para la convivencia ciudadana.

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