Opinión

Días de furia

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14 de junio de 2019, 4:00 AM
14 de junio de 2019, 4:00 AM

A principios de los 90 se exhibió en las salas de cine un thriller psicológico, Un día de furia (Falling Down), interpretado por un joven Michael Douglas, que muestra de manera cruda, la tensión que la vida moderna de las grandes ciudades produce entre sus habitantes. El protagonista, que tenía que llegar a casa de su exesposa para el cumpleaños de su hija, se queda atascado en un infernal tráfico, abandona su automóvil y decide seguir a pie, aunque de forma extremadamente violenta, atravesando las calles de Los Ángeles.

Si no ha visto la película, y guardando las distancias de los espectaculares montajes hollywoodenses, esta misma trama se puede ver todos los días en las calles de Sucupira: mi esposa, la mañana del lunes 10, al salir de unas clases en el cotizado barrio de Equipetrol, fue testigo de cómo un energúmeno impactó su vagoneta sobre un pequeño vehículo mal estacionado, y suponen que, por darse a la fuga o bajo efectos de alguna sustancia que alteró su cordura, se llevó más adelante, el espejo lateral de una camioneta, chocó contra el guardabarros de un jeep, aplastó la puerta de un auto de lujo y terminó con la llanta delantera reventada cuando colisionó con un quinto coche que recibió la peor parte del impacto de este múltiple infractor, todo en menos de cien metros.

Esta misma semana, se hizo viral el video del enfrentamiento de un conductor que, al querer estacionar, embistió contra un carrito ambulante, fue increpado por la comerciante y el agresor-agredido terminó detenido. Al mismo tiempo, otro video muestra que un chófer de microbús detuvo su motorizado y, de muy mala manera, exigió que uno de sus pasajeros pague el pasaje. Como respuesta recibió una golpiza y la vehemente demanda del resto de pasajeros para reanudar el viaje.

Cada media tarde, en la concurrida intersección de la Beni y Celso Castedo, una camioneta cargada de frutas se estaciona en plena esquina y con un potente altavoz ofrece sus productos a los transeúntes que llegan a la zona para hacer trámites judiciales. No solo que el vehículo se estaciona mal, sino que la contaminación acústica del chillido de sus parlantes compite con los ya ruidosos caños de escape de esta vía repleta de microbuses. Esta práctica comercial ilegal se repite en diferentes sitios a vista y paciencia de autoridades incompetentes y vecinos que, al comprarles, contribuyen al crecimiento de la informalidad, que, además, es producto de la necesidad de sobrevivencia.

El escenario para replicar la violenta trama del largometraje que hace referencia a la furia, frustración, impotencia, prepotencia e intolerancia está servido. El deficiente servicio de transporte público y la falta de conciencia y educación sobre el perjudicial sedentarismo urbano ha hecho que el automóvil sea el protagonista y sature el espacio colectivo. Además, la gran mayoría de quienes están frente a un volante conduce bajo la ley de la selva: vence el más arrojado, el más grande, el que se aviva y ocupa espacios prohibidos o el que menosprecia los derechos del otro. Cómo superar el problema si el propio peatón, el eslabón más débil en esta jungla, tampoco cumple sus deberes: compra y come en plena calle, cruza por media vía, no usa las aceras cuando estas existen, no espera la luz verde para atravesar y cree que corriendo (y por una extraña razón, también riendo) puede evitar que lo atropellen.