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14 de enero de 2018, 4:00 AM
14 de enero de 2018, 4:00 AM

El país renovó su cuerpo de códigos, entre ellos el penal, durante la primera gestión de Hugo Banzer. Entonces, se llevó adelante un proceso de modernización que, si bien era imprescindible por el largo tiempo que había pasado con la anterior legislación, respondía a las ideas que defendía la dictadura. Esa norma fue modificada en el primer gobierno de Gonzalo Sánchez de Lozada, basada en el espíritu garantista por encima de una filosofía que había colocado al Estado como lo más sagrado a defender por encima de los derechos de la persona.

La decisión de la actual administración de redactar un nuevo Código se fundamentó en la necesidad de una nueva puesta al día, pero sobre todo en la lógica de adecuar todo el cuerpo de leyes del país a las ideas que sustentan su régimen político. A despecho de los principios constitucionales de 2009, que subrayan la idea de una democracia directa y participativa (artículo 11 de la Constitución), escogió el camino de una ‘socialización’ puramente formal del proyecto en los sectores adictos para aplicar luego el rodillo de los dos tercios que controla en la Asamblea Legislativa. 

La inmediata reacción de importantes sectores de la sociedad contra alguno de sus artículos -como los referidos a la ‘mala praxis’ profesional-, puso en evidencia dos cosas: su imposición vertical y el giro hacia la defensa de los intereses del Estado (y quien lo administra) en detrimento de algunos derechos individuales y colectivos fundamentales, con el agravante de incorporar modificaciones dramáticas a temas de altísima sensibilidad colectiva sin el menor reparo. Es el caso del aborto y del consumo de drogas. Ambos asuntos están entre los que más tocan las convicciones íntimas de una sociedad. Su trascendencia obligaba a una consulta nacional basada en el debate intenso y socialización real que, lógicamente, debieron haber culminado en un Referendo nacional. 

En cuestiones de seguridad y garantías personales, el Código vuelve a la terrible Doctrina de Seguridad Nacional, avalando los allanamientos sin orden judicial, la tipificación de alzamiento o sedición contra quienes se opongan al cumplimiento de una ley o un decreto, igual que la noción de la “defensa de los derechos políticos” exclusivamente desde la perspectiva de los funcionarios del gobierno. De igual modo, se suavizan las penas para quienes violan, por ejemplo, las comunicaciones privadas y hacen difusión indebida de esas comunicaciones, eliminando la cárcel para tales acciones.

El código se inmiscuye en la legislación electoral, estableciendo penas de prisión a quienes cometan delito de inducción al voto por la vía de propaganda o encuestas, lo que –obviamente- da lugar a la discrecionalidad para censurar la difusión de estudios de opinión o campañas que sean consideradas ‘inconvenientes’ por el oficialismo.

En lo referido a la libertad de expresión, se establecen tipificaciones que dan lugar a la discrecionalidad en el caso de calumnias e injurias o restricciones a la expresión de ideas, producidas en medios de comunicación, cuyo fin último es debilitar por los flancos la solidez de la Ley de Imprenta.

Después de haber hecho una apología de su Ley Anticorrupción, el código ha reducido las penas a las resoluciones contrarias a la CPE, la conducta antieconómica y el incumplimiento de deberes, previendo el futuro muy oportunamente, después de haber hecho una judicialización de la política contra la oposición a la que se le aplica la durísima ley aún vigente.

Estos pocos ejemplos buscan exponer a la luz una cuestión de fondo; la estructura normativa responde a una ideología y a un interés, más allá de cuestiones en las que se encuentran avances y logros positivos con relación a la legislación anterior, busca darle instrumentos al poder para su preservación y permanencia en el tiempo. Lo que está en cuestión cada vez con mayor fuerza es que desde el 28 de noviembre de 2017, el Gobierno se aparta cada vez más de la democracia. 

La oposición frontal al nuevo Código Penal debe leerse como la percepción de que muchos de su artículos defienden al Estado y castigan a la gente y también como una idea de que, a pesar de la coyuntura económica, de la estabilidad política y de las opiniones que merezcan estos doce años de gobierno, se ha llegado a un punto de saturación y agotamiento. Los ciudadanos no quieren más de lo mismo, por la sencilla razón de que hace ya tiempo el modelo iniciado el 2006 va cuesta abajo en la rodada.

Un gobernante democrático no impone un código de esta trascendencia por la fuerza. Ante la protesta masiva de la ciudadanía se detiene, escucha y rectifica. Nada de eso ocurre ahora porque se comienza a percibir un quiebre creciente -quizás irreversible- entre sociedad y Estado. 

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