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25 de febrero de 2018, 4:00 AM
25 de febrero de 2018, 4:00 AM

El caudillismo parece que forma parte del ADN de la mayoría de los gobernantes latinoamericanos, especialmente de los representantes del socialismo del siglo XXI. Ni bien han trepado al poder, salvo ‘Pepe’ Mujica de Uruguay, han buscado la forma de perpetuarse en el Gobierno, cambiando las reglas democráticas que le permitieron llegar al poder.

Todo con el supremo objetivo de obtener el poder, pero no cualquier tipo de poder, sino el poder total y absoluto, al estilo del que detentan y practican sus mentores de Cuba y Venezuela. Con este propósito ponen en práctica la filosofía maquiavélica: “El fin justifica los medios”, de modo que no importan los medios con tal de llegar al objetivo buscado.

En contra de la sana costumbre de que el gobernante elegido renunciaba a la jefatura de su partido político para convertirse en el “presidente de todos los bolivianos”, Evo Morales no solo que no dejó de ser el máximo dirigente de la Federación de Cocaleros del Trópico cochabambino sino que se hace reelegir, bloqueando así toda posibilidad de cambio de liderazgo y respeto por las reglas democráticas.

El ‘proceso de cambio’ que enarbola el Gobierno no ha cambiado nada la centenaria organización ‘colonial’, ‘centralista’ y ‘presidencialista’ del Órgano Ejecutivo, donde su figura encarna el poder total e impone su voluntad (Evo Morales se confiesa: “yo le meto nomás aunque sea ilegal y después que vengan y arreglen los abogados”).

El Estado Constitucional de Derecho exige, en cambio, sumisión total y absoluta del poder político (y del presidente del Estado en primer lugar), a la Constitución u ordenamiento jurídico que fija la estructura y las atribuciones de los órganos del Estado. Sin embargo, cuando el presidente del Estado busca su reelección presidencial a cualquier precio no solo perfora el ordenamiento jurídico, los convenios y pactos internacionales y constituye un funesto precedente para las nuevas generaciones sino también vulnera una serie de valores y principios imprescindibles para la convivencia ciudadana.

El mayor desafío es que se imponga el imperio de la Constitución (y no la voluntad del presidente), y se fortalezca al Estado nacional, y cambiar el gobierno de las personas por el gobierno de la ley fundamental. Mientras no se erradique este viejo sistema político (presidencialista, autoritario y caudillista) y su pesada carga ideológica y cultural, toda la salud democrática e institucional dependerá del presidente de Bolivia.

La concentración del poder erosiona el sistema democrático, el pluralismo político, la independencia judicial, la transparencia de la cosa pública y facilita la corrupción, máxime cuanto el presidente del Estado ostenta la jefatura del partido en función de Gobierno y de hecho se torna en el principio y el fin de la causa partidaria. 

La reelección presidencial también genera el caudillismo, que viene a ser uno de los mayúsculos problemas político en los países de nuestro entorno. Todo gobernante que se prolonga en el tiempo ―aunque lo niegue―, termina convertido en un verdadero caudillo, que se obsesiona con el poder y pierde el rumbo del país y de la historia. ¿Qué se puede esperar de un hombre ‘endiosado’, a quien le hacen creer continuamente que él es todo y los otros no son nada? ¿Qué se puede esperar del Gobierno que no respeta la sabia teoría de la separación de poderes, ni admite transparentar la administración del Estado, menos algún tipo de control real?

El caudillismo se encarga, igualmente, de generar las condiciones para que se generalice la corrupción política. La corrupción siempre florecerá en la oscuridad del totalitarismo, del autoritarismo, del populismo, regímenes que limitan el poder a unos pocos sin tener que rendir cuentas al pueblo; además, está conectada a la violación sistemática de los derechos humanos y las libertades públicas. 

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