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21 de septiembre de 2018, 4:00 AM
21 de septiembre de 2018, 4:00 AM

Cuenta la Biblia que Moisés guio al pueblo elegido por Dios a través del desierto durante 40 años hasta encontrar la tierra prometida. Una versión no oficial completa la historia y le da sentido, según la cual los años deambulando en el desierto tuvieron como objetivo decantar mediante un proceso natural llamado tiempo la pesada carga de hábitos, costumbres y estructuras de pensamiento que arrastraba el pueblo judío, los cuales ya no eran compatibles con el estado de conciencia necesario para garantizar el progreso y la convivencia pacífica, en un nuevo contexto de libertad. Para iniciar una nueva etapa, había que comenzar de cero.

En nuestro caso, para hacer de Santa Cruz el paraíso terrenal tan anhelado, una estrategia como la que empleó el patriarca bíblico para lograr el cambio, sería un proyecto a largo plazo que no nos podemos permitir. Muchas circunstancias nos van mostrando que como sociedad hemos cumplido ciclos y que es tiempo de encauzar nuestra mirada hacia un nuevo rumbo de acción. La delincuencia, la corrupción, la violencia generalizada, la ignorancia y la mediocridad, males de todos los días, son clara muestra de que no podemos seguir actuando con la misma mentalidad que pudo medianamente funcionar en un contexto sociourbano que ha sido ampliamente superado.

La realidad de hoy demanda que busquemos respuestas ciertas para nuestros actuales y futuros desafíos. Estas respuestas, indudablemente, tienen como factor transversal la educación. En los hogares, esto se traduce en la aplicación de normas básicas de conducta que podrían resumirse en estas simples pautas: limpiar lo que se ensucia, reparar lo que se rompe, ordenar lo que se desordena. En contextos más amplios, la formación de una cultura social que promueva el cumplimiento de las normas, la inclusión de la diversidad, el ejercicio de la libertad responsable.

Tenemos que aprender a convivir en una sociedad donde el protagonista no sea el individuo, sino el grupo, en un marco de interdependencia y respeto. Aprender a reconocer cuándo nuestros hábitos de supervivencia (viveza criolla) tan generalizados nos llevan a justificar nuestras acciones, aunque provoquen daño a los otros. Entender por qué áreas como la economía ética, el civismo responsable y comprometido o la inteligencia emocional -base de las relaciones- son aspectos formativos tan elementales como la historia o las matemáticas.

En otros ámbitos, cultivar hábitos para construir una sociedad sana, donde el bienestar no sea un privilegio. Tomar medidas efectivas para cambiar conductas sociales cada vez más arraigadas, como el consumo de drogas y alcohol, cuyos paliativos (tolerancia 0 por ej.) no solucionan el problema, sino que lo enmascaran. Promover una educación sexual temprana y continua que alerte sobre el imparable avance de enfermedades contagiosas como el sida, cuyos alarmantes datos todavía se manejan irresponsablemente dentro del tabú social.

Para lograr el cambio, es necesario actuar sobre nuestros niños y jóvenes: nuestros recursos humanos más preciados y renovables. Realizar una cruzada que no requiere de nuevos profetas, sino de gestores sociales comprometidos en todo nivel de gobierno e institucional, que promuevan, por ejemplo, campañas educativas en las familias, en las escuelas, en los barrios, en la universidad.

Nuestra sociedad es joven, esa es nuestra riqueza. No pretendamos cambiar las viejas estructuras, desarrollemos estrategias para gestar los nuevos cimientos de la sociedad. Pasemos del discurso estéril que no da fruto; busquemos la acción efectiva y posible: eduquemos a nuestra juventud, eduquemos a nuestros niños.

Esta gestión bien llevada y asumida como un compromiso social y colectivo hará posible el cambio, y si tenemos suerte, nuestra generación podrá ser parte del mismo, porque en la acción y toma de conciencia, como proceso, nosotros también conseguiremos transformarnos.

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