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23 de junio de 2019, 4:00 AM
23 de junio de 2019, 4:00 AM

Hace muy poco se conmemoraron 84 años del cese de las hostilidades de la Guerra del Chaco, y también hace muy poco murió el último benemérito de la guerra que vivía en Tarija. Dos hechos solemnes que ya dan motivo suficiente como para que les dediquemos un artículo de prensa.

Cincuenta mil vidas bolivianas perdidas. La redención de un pueblo enfermo de contradicciones internas. El rugido estremecedor de los cañones y las ametralladoras. El germen del sentimiento nacionalista. El autoconocimiento de nosotros mismos como nación. La obstinación ciega de políticos y altos círculos militares, que condujo a hacer una otra cosa sin sentido. Eso —y algunas otras cosas más— fue la guerra entre Bolivia y Paraguay. ¿Cómo dos de las naciones más pobres de América Latina pudieron protagonizar el acontecimiento bélico más desgarrador y sangriento de la historia latinoamericana?

«Desde las 11 de la mañana hasta las tres de la tarde es imposible el trabajo en la fragua del monte. Durante esas horas, después de buscar inútilmente una masa compacta de sombra, me echo debajo de cualquiera de los árboles, al ilusorio amparo de unas ramas que simulan una seca anatomía de nervios atormentados». Son las palabras que el Chueco Céspedes pone en la pluma de su personaje, el suboficial boliviano Miguel Navajas; es solo un fragmento de los más estremecedores que se encuentran en su cuento El pozo, que forma parte del libro Sangre de mestizos.

El que las heridas causadas por las balas disparadas en esa guerra hayan cerrado y cicatrizado tan bien, parece querer decir que aquellos dos pueblos jamás debieron enfrentarse. Pero la rueda de la historia no acepta interpelaciones. Las cosas suceden por un motivo, y talvez la razón de aquella guerra haya estado justamente en demostrar la sinrazón a la que pueden llegar los políticos y militares de peso, pese a que los soldados rasos hayan estado desangrándose por una causa que ellos creían grande y magnánima para su país.

Un Estado funciona como una persona. Cuando en la vida de un ser humano sobreviene la adversidad, aquel comienza a sentar cabeza y asumir las cosas con mayor madurez. Así, cuando un pueblo se enfrenta a la realidad de un destino trágico, aquél se mira a sí mismo con mayor serenidad, y se otorga a sí mismo un mayor valor. Una guerra siempre redime a los pueblos de sus errores y trivialidades cometidos en su historia. Daniel Salamanca —apoyándose en el razonamiento de un pensador célebre— tenía razón.

En los últimos años, desde 2017, han ido falleciendo muchos beneméritos. A escala nacional, ya quedan, aproximadamente, nada más que una veintena de ellos, de más o menos un total de doscientos mil hombres movilizados. Mi padre me cuenta que hasta hace unos veinte años, se podía ver todavía a muchos cientos de ellos, luciendo orgullosamente por las calles y plazas sus brillantes condecoraciones colgadas de sus sacos de terno.

Todo honor y toda gloria a aquellos hombres imberbes que en la estación de trenes, fusil al hombro y quepí en la cabeza, decían a sus enamoradas que los iban a despedir al momento de apearse al estribo del vagón: «¡Mi último beso quede en tus labios eternamente..!»

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