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25 de febrero de 2018, 8:00 AM
25 de febrero de 2018, 8:00 AM

A veces llego al viernes con una carga tan grande de sentimientos e ideas para compartir con ustedes en este privilegiado espacio que me ofrece EL DEBER cada domingo, que me tomo horas tratando de ordenarla para elegir el tema que urge poner sobre el tapete. No es tarea fácil, porque esas ideas y sentimientos parecen hijos a los que resulta imposible discriminar. Es lo que me pasa en este momento, atormentado por la puja de tantas ideas y mezcla de sentimientos provocadas por la vertiginosa secuencia de hechos registrados en las últimas semanas, a los que desearía darles, uno a uno, atención privilegiada. Como eso no es posible en una sola columna, he decidido enlazar varios en una sola cadena.

Voy a llamarle la cadena del amor a la vida, tan necesaria de reconstruir hoy como eficaz instrumento para romper otra cadena, la del aliento a la muerte, que se fortalece día a día con debates, discursos y acciones surgidos en los más distintos escenarios y con tonos diversos. Una cadena de aliento a la muerte que no inicia ni acaba en el mal concebido debate sobre el aborto, sino que va mucho más allá: ultrapasa los límites del único tema que parece concitar el interés de los medios y de la opinión pública, como el del aborto, e invade terrenos abandonados a su suerte o al silencio, porque recorrerlos con las miradas atentas y dispuestas a gritar las atrocidades que ven es una amenaza para muchos, todos.

Un terreno abandonado es, por ejemplo, el que recorren millones de trabajadores cada día por todos los rincones del país. La gran mayoría lo hace sin la indumentaria adecuada, sin someterse a protocolos de seguridad de ningún tipo. Lo digo recordando hoy a los dos hermanos Cossío Rodríguez que murieron asfixiados el jueves pasado en la obra en la que trabajaban bajo órdenes de EJE Construcciones, empresa subcontratada por Saguapac para limpiar y reponer alcantarillas. Aunque hay corresponsabilidades asumidas, escuché voces señalando entre los responsables a los hoy muertos, por “impericias”. Digamos que es cierto que ingresaron sin orden a la alcantarilla, ¿de quién es la culpa, de los muertos o del encargado de obras que debió advertirles del peligro, capacitarlos para el trabajo?

Hablo de esta tragedia, pero debo recordar que lamentablemente no es un hecho aislado. Los accidentes de trabajo son recurrentes no solo en nuestra ciudad, sino en todo el país. Y las responsabilidades son compartidas por tantos actores, públicos y privados, con tanta recurrencia, que espanta. Hay aquí, en este terreno de la inseguridad laboral, uno de los enlaces más fuertes de esa cadena de la muerte a la que hago referencia líneas arriba. A cada muerte atribuida a accidente laboral, le sucede una promesa que no se cumple y un olvido que vuelve a matar.

Vecino de este terreno es el que recorren los vecinos de cada una de nuestras ciudades: los más “suertudos” solo salen malheridos, pero los menos ven apagarse sus vidas por obras mal construidas o mal señalizadas, como le sucedió a Pablo Castedo Tomichá, muerto al caer en su moto a un canal en obras y sin señalética, el 15 de enero del año pasado en Santa Cruz de la Sierra. Su viuda no logró indemnización, porque, según voceros de la Alcaldía, la parte afectada “pedía mucho dinero” y el seguro optó por ir a juicio. Hay más casos, pero antes de completar mis caracteres en esta página debo hablar también de otros terrenos en los que el olor a muerte atrae a buitres de dos pies y sin alas.

Es el terreno de la ciudadanía en general, el que recorremos todos sin importar origen, edad y oficio. Un terreno minado de peligrosas trampas que tienden sin descanso los que aman la guerra, la violencia y la muerte. Un terreno que ya se ha cobrado muchas víctimas, la mayoría de ellas inocentes, como las decenas contabilizadas a lo largo de los años, sin que hasta hoy se les haga justicia y menos aún, se frenen las amenazas de más muertes. Es el terreno que ocupaban pacíficamente las 12 personas muertas tras dos estallidos de dinamita en el último Carnaval de Oruro. Es el terreno de paso de los tres asesinados en el hotel Las Américas en abril de 2009. Es el que habitaba Ana Lorena, muerta en julio de 2017. Y más, muchos más.

¿Hasta cuándo cerramos los ojos para no ver esas muertes que alientan los que refuerzan muerto a muerto la cadena del odio y el aniquilamiento, de la desidia y desamor a la vida del otro? Por eso digo: hay que reconstruir la cadena del amor a la vida, sin discursos ni promesas falsas. Ya, desde hoy mismo.

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