Opinión

Acerca de revolú y reboludos

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19 de mayo de 2019, 4:00 AM
19 de mayo de 2019, 4:00 AM

Qué buena y oportuna lectura es la que nos ofrecen 22 periodistas en el libro Perdimos. ¿Quién gana la copa América de la corrupción?, que acaba de lanzar la editorial Planeta y que hace poco más de una semana fue presentado por dos de ellos, el argentino Diego Fonseca y nuestro boliviano Pablo Ortiz, en Santa Cruz de la Sierra. No es solo el recuento de diecinueve casos escandalosos registrados en igual número de países, y que compiten por esta ‘copita’ especial, lo que le da peso al libro. Son también las reflexiones de tres de esos periodistas sobre corrupción, corruptos y corruptitos las que enriquecen una muy necesaria lectura sobre el terrible flagelo que nos azota cada vez con más fuerza.

Fonseca no se viene con medias tintas para hablar del tema. La primera afirmación con la que arranca su texto así lo confirma, de entrada: “…una multinacional, y no la izquierda, hizo la gran revolución bolivariana de América Latina. Odebrecht, una constructora de caminos, presas y hospitales, unió a los latinoamericanos como jamás pudo ningún jefazo socialista ni soñó el más utópico barbudo en las montañas”. Lo hizo de manera exitosa y con una estrategia solo posible “bajo un convencimiento preclaro”: que habría muchos oídos abiertos a su propuesta y suficiente impunidad, sigue Fonseca. Y esto marcó, añade, el inicio del siglo con una prole de “revolú y reboludos –el dizque socialismo petrolero, los nacionalismos populistas”, que “robaron como la vieja política que decían aborrecer, concentraron poder como las autocracias que decían combatir y excluyeron como los conservadores que debían haber superado”.

“¿Cómo es posible que tamaña corrupción se extendiera por al menos doce países, con un botín millonario cuya cifra cuesta visualizar, sin que nadie se diera cuenta, ni fiscales, ni congresistas, ni la prensa?”, pregunta Fonseca. Él atribuye el éxito al “perfecto secretismo” con el que operaba no solo Odebrecht, sino el consorcio mafioso montado entre varias grandes empresas, solo posible de romper desde dentro, como finalmente sucedió. Pero, ¿será que hoy esa pregunta sigue vigente frente a la avalancha de ‘odebrechtazos’ vista en nuestros países? ¿En nuestro país? Aunque aun hay secretismo en varias instancias, sean públicas o privadas, éste ya no es tan perfecto como hace algún tiempo. Por el contrario, los corruptos actúan cada vez con más desparpajo, se diría que ya no “cuidan las formas” y que se han dejado tentar por el exhibicionismo alentado desde las redes sociales.

El caso Evo Morales-Gabriela Zapata es uno de los ejemplos más escandalosos. Pero hay más para añadir a la lista, como el caso de Juan Pari y Banco Unión o el más reciente y de repercusión internacional como es el de Pedro Montenegro Paz, vinculado al narcotráfico, y sus nexos con jefes policiales, jueces, fiscales, magistrados y exparlamentarios, y que ya complica al Ministerio de Gobierno y al MAS como organización política. Podemos sumar otros más antiguos como el Fondo Indígena, los taladros de YPFB, el programa Bolivia Cambia, Evo Cumple; y otros más locales, como los casos no menos escandalosos vistos en los gobiernos municipales, varios de ellos en la Alcaldía cruceña. Todos ellos marcados no por el secretismo, sino más bien por la abusiva prepotencia que la impunidad les ha dado a sus autores intelectuales y materiales.

Una impunidad que nace de la complacencia y complicidad de las autoridades llamadas a investigar y sancionar a los corruptos (que lo diga el empresario judío Jacob Ostreicher, el caso elegido por Pablo Ortiz para representar a Bolivia en la disputa por la copa América de la corrupción), y también de la permisividad y tolerancia de gran parte de la sociedad civil, incapaz de rebelarse frente a los corruptos, todos ellos actores de poder político y o económico. Una complacencia y tolerancia que nace no siempre de pequeños corruptitos, sino de gente buena pero apática, gente que no se involucra en la vida pública y que deja sin vigilancia, control y cobranza a sus funcionarios, como bien apunta también Fonseca.

Cuando digo gente hablo de todo tipo de personas: vecinos, periodistas, fiscales, jueces, abogados y tantos más. Todos afectados, de una u otra manera, por un flagelo que solo da ganancias a unos pocos, en detrimento de muchos. Un flagelo que no es algo cultural o una fatalidad de la humanidad, como nos han querido hacer creer, sino una lacra que sí se puede vencer con determinación y ganas de vivir mejor. Nada más. Para comenzar, hay que comenzar a llamar a las cosas por su nombre y dejar de hacer la vista gorda frente al desparpajo y cinismo de los corruptos.

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