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11 de febrero de 2019, 4:00 AM
11 de febrero de 2019, 4:00 AM

En octubre de 2003, Bolivia ingresó en una debacle estructural nunca antes vista, es decir, un punto nodal histórico donde se expresaron todas las contradicciones de una sociedad segmentada, racializada y privatizada. Las turbinas del avión Boeing 757, que la noche del 17 de octubre llevaron a Gonzalo Sánchez de Lozada hacia Estados Unidos, no solo dejaron una estela de gases condensados, sino cerca de 70 muertos y 400 heridos, un país en quiebra y pordiosero, una incapacidad absoluta para gobernar y una élite política incapaz y parasitaria que loteó hasta el último centímetro cuadrado de dignidad y soberanía nacional.

Fue en este caldo de cultivo social en el que germinó la esperanza de las grandes mayorías que conforman la nacionalidad boliviana profunda, humilde y trabajadora que años más tarde eligió en las urnas al primer presidente indígena de nuestra historia. Evo Morales fue el espejo en el que se reflejaron campesinos, indígenas, sindicalistas, comerciantes, obreros y excluidos; lo que explica el tsunami electoral que siempre lo acompañó y que no es más que la contraparte de esa Bolivia profunda y siempre negada. No obstante, Evo también representa una afrenta a las élites caducas y a sus entornos de corazón neoliberal, que hoy se maquillan en exceso tratando de disimular su rol y responsabilidad en esa larga historia de exclusión que finalmente nos trajo hasta aquí.

Es justamente en este dramático escenario de cambio social donde debemos encontrar el germen de la Constitución democrática boliviana. La decimoséptima Constitución, aprobada por el pueblo boliviano a través del Referéndum de 25 de enero de 2009 y promulgada el 7 de febrero de 2009, marca un antes y un después en la historia constitucional y política del país. Metafóricamente, diríamos que fue un corte perfecto a bisturí que abrió un surco abismal entre esa historia de humillación, sojuzgamiento e inferioridad y un presente cargado de esperanza y acción cuya agenda se encarna en los más de 400 artículos que representan una refundación estructural del pacto social boliviano. Norma fundacional que posee mecanismos para corregirse a sí misma, en un movimiento permanente hacia mayores derechos y garantías bajo el amparo del Derecho Internacional. Podemos decir entonces que la Constitución Boliviana es una entelequia jurídica viva que, sin estar escrita en piedra, evoluciona sobre sí misma para garantizar una agenda siempre creciente de derechos que la sociedad reclama.

En su implementación programática, la Constitución boliviana ha dejado de ser un “papel mojado”, es decir, un menú apetecible que nunca estaba disponible. En los últimos años hemos luchado porque los derechos contenidos en ella dejen de ser meros enunciados retóricos y se conviertan en verdaderas políticas públicas de protección que los materialicen. Bajo esta comprensión fundamental, en los últimos 13 años el Gobierno Nacional de Bolivia ha logrado los mayores avances en la reducción de la pobreza en toda la región y ha ocupado el primer lugar en materia de prosperidad compartida; asimismo, la distancia entre el ingreso del 10% más rico y el ingreso del 10% más pobre de la población se redujo a más de la mitad, pasando de 92 a 37 veces. Finalmente, la prevalencia de la pobreza extrema, que afectaba al 36,7% de la población en 2005 fue históricamente reducida a un 17%; y la pobreza moderada que bordeaba el 60% bajó al 36%. Rememoro aquello, toda vez que estamos convencidos que el mejor tributo que un gobierno puede dar a su Constitución es justamente encarnarla en acciones reales y no en meras palabras, como sucedió en los 180 años de vida republicana.

Es entre ese pasado de debacle y nuestro presente esperanzador que se puede interpretar y medir la real vigencia de la Constitución Boliviana a 10 años de su promulgación. Norma Suprema que posee, cuando menos, seis grandes avances inéditos: el Estado Plurinacional, el Estado Autonómico, la nueva visión de la función pública, la Constitución Económica, la superación de la Democracia y la creación de una verdadera Jurisdicción Constitucional, avances a los que me referiré en las siguientes dos columnas y que configuran la espina dorsal de este nuevo Estado.

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