Este texto fue originalmente publicado como prólogo de la edición chilena de Multiplicación del sol, Universidad de Concepción, Colección Umbrales, 2018. Chávez presentó la edición boliviana, a cargo de Plural, en la FIL 2019

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8 de junio de 2019, 4:00 AM
8 de junio de 2019, 4:00 AM

Multiplicación del sol de Gabriel Chávez Casazola nos invita a la vida retirada que impone su lectura para, desde esos desiertos, como señala Quevedo, vivir en conversación con los difuntos y escuchar con los ojos a los muertos. No sólo los que se esconden en los libros, sino fundamentalmente los que descubrimos como figuras tutelares disfrazadas en los árboles, los astros, las ausencias, el alfa y el omega del autor, y que constituyen la dicha que cierra el libro: el amor, la única riqueza del amante resignado. La memoria, a veces reacia a los encuentros, a veces perdida en las incertidumbres del presente, indaga en el registro del corazón y expresa el encuentro entre el poeta, el predestinado a contemplar las constelaciones y las nubes, y las figuras que lo guían y acompañan en el trayecto de la vida. La historia personal que los poemas reconstruyen está constituida por los fantasmas que pueblan al autor, él mismo a veces un fantasma, y que transitan agazapados tras lo trascendente y lo elemental. Los autores que lo nutren —Machado, Unamuno, Shakespeare, Shelley, Homero, Teresa de Ávila, Borges, por nombrar algunos— se encuentran en el río que fluye, en el transcurrir hacia la muerte del que nos habla Manrique, con presencias más íntimas —la madre, el padre, la abuela, el abuelo, algunos amigos— y con figuras más secretas y anónimas, en algunos casos apenas sugeridas con una inicial o esbozadas de acuerdo a alguna propiedad que las distingue en el recuerdo —el loco que escribía poemas, Y., la temprana buried beauty, o M.B., la hija de Bioy Casares, el desconocido vértice de aquel otro cuarteto de Alejandría instalado en el Río de la Plata—.

La voz de los muertos que transitan por la poesía de Chávez Casazola es, como la voz de Dios, silenciosa; se hace en el silencio, diluyendo soledades, soledumbres, cerrando las fisuras, restituyéndonos en una única luz. El ruido de las ciudades y de las plazas, en cambio, aplaca sus susurros; en ellas se expresan los borrones de Dios, el dolor que gobierna la existencia, el desasosiego del alma, la duda fundamental que señala el poema “Monólogo del Dídimo”:

¿Es la palabra Dios la zarza ardiente?

¿El nombre Dios vela o revela?

¿Nombra su nombre cuando lo nombramos?

¿Juega a esconderse detrás de cuatro letras?

¿Acude Él al llamado, llamado por su nombre?

¿O es el Innombrable, el Innombrado?

Los nombres que invocamos ¿escuchan nuestra voz?

¿O apenas son aguas de narciso,

eco que el viento no devuelve,

cáscara,

monólogo de idiota

—Joyce o Faulkner, qué más da—

glosolalia

recámaras de Onán

sonido

y

furia?

 

La soledad esencial que la existencia nos enrostra exige una respuesta de los elementos que nos acompañan. El escepticismo del poeta, el necesario recelo ante la falta de certezas, es un olvido fecundo y, por lo tanto, es también un acto de la memoria que selecciona fragmentos y descarta lo episódico. La memoria de los muertos está integrada a los elementos en la poesía de Chávez Casazola y aúna la cosmovisión occidental con la budista y la panteísta, la porción secreta de Dios que hay en todos los elementos y que nos hablan desde su silencio y su quietud aparentes. Estos pequeños dioses domésticos y elementales despiertan en ocasiones del letargo al que nuestra mirada y nuestra incapacidad para escuchar sus voces los confina. La engañosa mudez se torna entonces rugido escondido en la capa del bisabuelo novelista que gustaba viajar y que contagia al poeta de la fiebre del tránsito, del amor por los caminos; esa voz de los muertos también se oye en el viento que barre las hojas del patio y que señala la presencia de la abuela tras la brisa, o en el rumor del mar sobre las montañas que evidencia con su respiración la cercanía del abuelo; y la voz de Dios se oye esparcida en el sonido de la lluvia renovadora que canta

 

un canto hondo,

en un idioma arcano

que hemos olvidado pero que comprendemos

cuando cae la lluvia sobre los patios

y volvemos a ser niños que oyen llover.

 

La poesía de Chávez Casazola está traspasada por la visión de los lares, por el acceso al reino de la infancia reencontrada en la mixtura con los elementos, por la cercanía con un mundo natural y primigenio, ya sea Ibibobo o Ñaurenda, que borra el escepticismo que lleva al poeta a afirmar: “He visto demasiado y no creo en el hombre. / Amo los árboles. Los animales”. La primera parte del libro, “Árboles”, presenta dos potencias, Hiperión y Pando, que en realidad son una sola. Tanto la primera, una secuoya roja, como la segunda, un organismo de álamos temblones, son los majestuosos testigos de nuestros afanes, los que anteceden y sobrevivirán nuestra existencia. Irrepetibles, silenciosos y susurrantes, son ellos a quienes les debemos la multiplicación del sol. Tras la contemplación de los astros acecha el amor y su indisociable adversario, la muerte. Ambos elementos, amor y muerte, se conjugan en los poemas de Chávez Casazola y expresan la búsqueda de aquello perdido en la discontinuidad del presente. La muerte y sus primeros golpes en el cuadrilátero del cuerpo y del alma llevan al autor a soñar con el topus uranus, el lugar más allá de los cielos, el que se vislumbra en la continuidad de la luz, el descapotable más fantástico de la Chrysler de Dios, que traspasa veloz los universos. Ella, la luz de la memoria, es uno de los rostros del sol, el del ardiente sol que se sueña dentro del corazón, como señala Machado, y que el poema “De la relatividad de la luz” evoca:

De allí, de esa iluminación nace la vida

—lo intuyeron los bisabuelos de tus bisabuelos,

que adoraban un astro—

y la vida no es más veloz que aquello que la engendra.

La memoria de los muertos está inscrita y signada en los elementos, en los dioses traviesos de la casa; la necesidad de acceder a ese mundo primigenio y feliz adquiere la forma de una búsqueda trascendental, traspasada de amor, de aquello que hemos olvidado o perdido en algún vericueto del trayecto de la vida. El amor, tan cercano a la muerte en sus alcances, es un tema que atraviesa Multiplicación del sol; no sólo el amor por los ancestros, por las voces de los muertos que se escuchan con los ojos, sino que también el erótico, que acerca y expulsa la muerte, una de las pocas certidumbres que poseemos, lo único verdadero, que respiramos y dejamos de respirar, como dice Jorge Teillier, amenaza que postergamos justamente gracias al amor. La pasión adquiere diversas formas en la poesía de Chávez Casazola; puede tratarse del amor eterno que exhibe la pareja de amantes que yacen abrazados hace 6000 años en el Peloponeso, conjurando el viento y las tempestades que han caído sobre ellos a través de los siglos, y que un joven intruso descubre en “Arqueología”; o puede tratarse del deseo y la seducción que ejerce la mariposa de tinta en la espalda de una muchacha en “Tatuajes”; o el asedio presencial y electrónico que la muerte realiza sobre el poeta en “Coquetería”. Todas estas posibilidades expresan la necesidad de abolir la utopía del cuerpo, siempre desplegándose en otros lugares, y de volverse presente en el instante del amor, de arribar al puerto de donde vinimos y hacia donde se dirige el poeta en “La petite mort”:

 

Te lo digo al oído:

no me parece mala idea

encallar y ahogarse

—de veras, te lo digo—

en ese exacto puerto.

 

Concluir el viaje

—de eso hablo—

allí donde empezó.

Morir allí.

Allí.

El amor, la luz terrible de la vida o la luz de la muerte, como dice Gonzalo Rojas, la pregunta por el qué se ama cuando se ama, es un tema central en Multiplicación del sol. Nosotros somos luz, dice Chávez Casazola en “De la procedencia de la luz”, y quizás nuestra tragedia consiste en que nos extinguimos como ella; sin embargo, la memoria también es una luz y la poesía, esa gran desconocida, cobija la búsqueda del amor y el encuentro con el dolor. La tristeza, señala Fernando Ainsa, puede ser un estado de amor, morbidez que se experimenta particularmente ante la muerte. La poesía aúna belleza, dolor y muerte, como advierte Poe en La filosofía de la composición cuando señala que la belleza es el dominio legítimo de la poesía, el tono más adecuado para su plasmación es el de la tristeza y que ésta se expresa fundamentalmente ante la muerte, el tema más triste y el más poético de todos si va unido a la belleza. La muerte de una mujer bella es, por consiguiente, una manifestación poética para el amante desconsolado como indica “Eros & Thánatos”, poema que presenta a un amante ante el cuerpo de un amor que la muerte ha alcanzado y donde la melancolía adquiere la faz del desencanto:

 

Una de las pocas certidumbres completas

que es posible tener, señora, respecto a nosotros,

a nuestro amor y a las cosas del mundo,

es que un día yo estaré en el lugar de usted,

en el lugar que usted ocupa ahora mismo

allí, lejos, al fondo de la sala

en ese rígido vestido de roble.

La discontinuidad que la muerte impone ya no podrá ser rota para el poeta, escéptico ante aquello que desconocemos. La única gran certeza, entre las muchas certidumbres incompletas que poseemos, es que “para entonces / ya no importen demasiado las cosas ni el amor ni nosotros”. La oscura memoria del pasado se proyecta hacia la oscura memoria del porvenir que nos aguarda; el presente atesorado e inscrito en el poema conduce indefectiblemente hacia la muerte, pero el recuerdo sea quizás la salvación que nos anuncian las figuras tutelares. La posibilidad de reencontrarnos con nosotros mismos, con uno de nuestros rostros, sólo es posible a través del acto del recuerdo de aquello que fuimos, de lo que somos y de lo que eventualmente seremos. Esa aspiración y ese anhelo se traslucen en la poesía de Chávez Casazola; la inmaterialidad del presente, siempre esquivo y huidizo, se hace tangible en la certeza de un futuro que debemos construir a partir de la evocación de la historia que nos constituye. El poema “Un sueño” así lo avisa: “Hacia adelante se extiende el pasado. / El horizonte es el ayer. Olvidar es perder(se) de vista”.

La añoranza adquiere, sin embargo, visos vitalistas en Chávez Casazola, propiedad que lo distingue de los poetas láricos, más nostálgicos y lánguidos en su concepción de mundo. Multiplicación del sol testimonia el pasado y lo hace habitar el presente; a veces recelosamente como en “Lucía, cuatro años, toma conciencia de la muerte”, poema que evidencia las dudas que nos asaltan en la soledad esencial que nos atraviesa y en la que vivimos sin mucha idea, porque a veces no hay mucha idea, como advierte José Javier Villarreal en Una señal del cielo, pero contra las que nos protege, quizás, la escritura con su capacidad para demoler las murallas de la ciudad de los muertos; en ocasiones la posición adoptada es lúdica, desafiante, y entonces el poeta, incapaz de eludir el cerco que la muerte levanta a su alrededor, la descubre desnuda y “con la grupa alistada para que la penetre / hoy, esta misma tarde”, imagen que recuerda a “El poeta y la muerte” de Nicanor Parra; otras veces el tono poético es francamente optimista y el poeta siente la satisfacción de habitar un presente “en que ya no es preciso buscar la razón de tu vida / el amor de tu vida / el norte (y sur) de tu vida / porque ya has encontrado todas esas cosas / o ellas te han encontrado”. Las dudas cesan entonces pasajeramente, pero la búsqueda persiste y en esa capacidad para seguir soñando y anhelando radica la capacidad de sentirse vivo.

Multiplicación del sol reúne las múltiples referencias que la poesía de Chávez Casazola establece con los mixturados elementos que constituyen su hoja de vida. Los continuos guiños a otras literaturas, al cine, a la música y a la plástica conjugan las imágenes de Ransom Riggs y Tim Burton, según se haya leído el libro o mirado la película, los sonidos de Pink Floyd y las pinturas de Van Gogh con el lamento del yaraví o los cuadros de Haydeé Aguilar. El autor se apropia de una tradición amplia y señala cruces fundamentales entre culturas, pensamientos e identidades. El poema “Se busca” expresa justamente esa mixtura, pero además sintetiza las otras temáticas presentes en la escritura del autor boliviano: la conjunción entre un mundo arcano y la invasión de las carreteras entre el valle central y el altiplano, el pasado y el presente, la inocencia y la caída, lo extranjero y lo latinoamericano. La pérdida de los cantos de Ezra Pound y la alusión a su hermosa versión del poema de Li Po, “La mujer del mercader del río: una carta”, remite a una niñez que se anhela reencontrar como la fe extraviada, como la estampa de la Virgen entre dos páginas, “con una oración al dorso / que repetía cuando era feliz y cuando estaba triste / en la edad de la felicidad verdadera y de la vera tristeza”. Esta felicidad, la misma que posee la perra del poeta en “After party”, y que a veces es vista como una forma de locura, es la que permite vivir y la que nos enseña a nosotros, los lectores de Multiplicación del sol, que el amor es quizás la única fuerza capaz de romper las jaulas y pateras que llevamos dentro, que incluso en nuestro desamparo y en nuestro extravío podemos “por un momento ser felices / —o algo parecido. / Como lo pueden ser un tigre indefenso, una bala perdida”.