Este relato, que pone sus ojos en uno de los pocos sobrevivientes del fatídico evento de la aerolínea Lamia del 28 de noviembre de 2016, fue destacado por el jurado del VI Premio Nacional de Crónica Periodística Pedro Rivero Mercado

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30 de junio de 2019, 15:00 PM
30 de junio de 2019, 15:00 PM

El potente estruendo de un avión plateado que pasa a unos cien metros de nuestras cabezas interrumpe la entrevista y hace que miremos al cielo. En una soleada tarde de inicios de marzo de 2019, estamos en el patio de la casa de Erwin Tumiri Choque. Muy próximo a la pista del aeropuerto internacional Jorge Wilstermann, Villa México es un polvoriento barrio de las afueras de Cochabamba.

El domicilio ha cambiado mucho, sobre todo desde el 28 de noviembre de 2016, cuando el joven boliviano sobrevivió al accidente de la nave de la aerolínea Lamia que, partiendo de acá cerca para su vuelo final, se estrelló muy lejos, en Colombia, terminando con la vida de 71 personas.

El que parece un nuevo chalet con seis dependencias era apenas un par cuartos de adobe con una letrina hace 28 años, cuando Tumiri vino ahí al mundo. En el reducido espacio dormían en el suelo tres hermanos mayores y, poco antes del nacimiento, asimismo los progenitores, aunque el padre murió por enfermedad sin conocer a su último hijo, el que ahora nos recibe vestido como albañil. Hace un rato estaba pintando una de las paredes, la del cuarto de su madre con la que habitan la residencia.

El patio ya no es de tierra y a nuestro alrededor hay pruebas de que al dueño le gusta estar en movimiento: un auto deportivo, una moto y una bicicleta. Los aviones sin embargo son sus preferidos, y a ellos se dedicó, pese a que estos meses se aboca con exclusividad a terminar de ‘reconstruir’ personalmente su vivienda.

Tras la estridencia, se apresura en contar: “Crecí viendo las ruedas de estos enormes aviones. Por eso me hice mecánico de aviación”. De tez cobriza, voz amable y corte de cabello estilo militar, el joven de 1.69 metros de estatura confiesa que entre las nubes se siente “más tranquilo”. “Es otro mundo. Es más ordenado y me incentiva más”. Su fascinación por los aparatos del aire es tal, que con una pita lleva atada al cuello una brillante joya con forma de nave, recuerdo del primer juguete que le compró Romualda Choque, quien para él siempre fue “padre y madre”, además de ‘Papá Dios”, al que de niño imaginaba en las alturas, ordenando el paso de esos grandes pájaros metálicos.

Desde una pobreza casi extrema se propuso entonces despegar. En un Estado que no le ofrecía mayores oportunidades para hacerlo, se apoyó en programas sociales de las iglesias evangélicas a las que su hermana lo llevó desde muy pequeño. Al salir bachiller, su deseo era estudiar aeronáutica comercial, e ingresó al Colegio Militar de Aviación de Santa Cruz. No obstante, luego de que vio a su madre llorar porque el dinero no alcanzaba para ese lujo, al año retornó a Cochabamba, donde un amigo le recomendó formarse como mecánico de aviación. Lo hizo y luego pudo estudiar también para ser piloto privado, teniendo en la mira ser piloto comercial con lo que ganaba en las reparaciones.

En esta su “segunda vida”, Tumiri ha volado decenas de veces más desde el siniestro del que sobrevivió junto a otras cinco personas (una tripulante, tres futbolistas y un periodista). Un leve temor solo al volver de Colombia y cada vez más espaciadas pesadillas son las secuelas del día en el que murió casi todo el plantel del club brasileño Chapecoense, junto a dirigentes y reporteros. Una suerte fatal que, a causa de la ausencia estatal, esta vez en los controles, pudieron haber sufrido apenas semanas antes el mismo presidente boliviano, Evo Morales, y hasta el astro argentino Lionel Messi.

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Bien podría llamarse De la tierra al cielo y viceversa, pero se llama Por siempre Chape. Es un documental dirigido y producido por el uruguayo Luis Ara, y estrenado en Netflix en agosto de 2018. Relata el meteórico ascenso del club Chapecoense, fundado en 1977 en el reducido municipio brasileño Chapeco, del sureño estado de Santa Catarina.

En una nación que suda tradición de balompié, con centenares de equipos, la identificación plena de una ciudad con la casaca verde hizo que el Chape ganara su primer campeonato catarinense a cuatro años de ser creado. Y, tras pasar en solo un lustro de la serie D a la A, el equipo tomó vuelo internacional en 2015, al llegar a cuartos de final de la Copa Sudamericana.

La hazaña fue más grande al año siguiente, cuando, venciendo en semifinales al equipo del Papa, el San Lorenzo argentino, clasificó a la nunca jugada final contra el colombiano Atlético Nacional de Medellín. Es cuando sobrevino la abrupta caída. Por siempre Chape dedica buena parte de su metraje a ella, al llanto de todo un pueblo que, esperando la gloria, se topó con la tragedia del accidente de Lamia, línea aérea boliviana contratada para el viaje a la urbe cafetera. Están los conmovedores testimonios de varias de las familias de los 19 jugadores, 20 periodistas y 25 dirigentes e integrantes del cuerpo técnico, que perecieron en el descenso del charter.

También están las historias que señalan lo caprichoso del destino, como la de un dirigente que se salvó de abordar la nave solo porque su pequeña hija le pidió asistir a su obra de ballet, o la del tercer arquero al que dejaron fuera a último momento para dar su silla a un directivo. Y claro, narran su experiencia los jugadores Alan Ruschel, Helio Zampier Neto y Jackson Follman, y el periodista Rafael Henzel, quienes, con Tumiri y la azafata Ximena Suárez, pudieron dar gracias por la “segunda oportunidad”.

La cinta se refiere de modo escaso a las causas del siniestro, aunque un dirigente que se quedó en tierra las resume de modo contundente: “Fue la avaricia”. Y, a continuación del desconsuelo, resurgen los pasajes de esperanza: la recuperación de los sobrevivientes, la solidaridad internacional que hizo que no solo el Nacional pidiera la Copa para el Chape, sino que unió a futboleros del mundo, con el Barcelona español a la cabeza, que jugó un amistoso con su par brasileño ahora conformado por atletas cedidos por múltiples clubes. Equipo que, tan solo cinco meses después del dolor, celebró con algarabía un nuevo campeonato estatal dedicado a los que ya no están.

Seis meses después del estreno del documental, el luto se ensañó otra vez con Santa Catarina. Agencias noticiosas informaron el 26 de marzo de 2019 de la muerte del reportero Henzel a raíz de un infarto fulminante mientras disputaba, cómo no, un partido de fútbol con sus amigos. En 2017, había escrito un libro titulado Viva como si estuviera de partida.

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Erwin Tumiri estaba tan familiarizado con la nave de Lamia, que aún un año después de los luctuosos sucesos habla de ella como si de una mascota se tratara. Por eso es que el fin de semana previo al siniestro le pareció irrelevante la pesadilla de su madre. “Hijito, me he soñado algo feo con tu tía. Te vas a cuidar”. El técnico de la compañía Bacams, contratado externamente para que el modelo inglés Avro RJ85 esté a punto, tomó el presagio como anécdota. Después de todo, conocía el artefacto al milímetro, había viajado varias veces en él, la última de ellas hace siete días, entre Tarija y Cochabamba.

La madrugada del lunes 28 de noviembre de 2016, el avión se encontraba en el aeropuerto de esta última ciudad, en la plataforma de Bacams, y recibía, por enésima vez, la atención del especialista de 25 años.

Le convocaron para que el avión despegue a las 5 de la mañana. Se levantó antes de las 4:00 y se fue a la terminal aérea, por si las dudas más pertrechado, con pernera adicional de herramientas y linterna, tanto así que sus colegas dijeron que estaba “como Rambo, listo para la guerra”. Pese a su puntualidad y afán, la partida se fue demorando sin explicaciones, lo que molestó al joven que, no obstante, aprovechó el tiempo para verificar otra vez el orden de los mecanismos.

A media mañana partieron a Santa Cruz, donde entre las 14:00 y 15:00 fueron a recoger a la delegación del Chapecoense. Antes de abordar a las 17:00, llenó de combustible el tanque del avión, recibiendo por otro lado la misión del despachador de encargar una factura para repostar más tarde en la ciudad norteña de Cobija, a donde nunca descendería la nave, como en otras oportunidades sí lo hiciera cuando se dirigía a Colombia. Según acostumbraba minutos previos a la entrada a pista, llamó a su madre para avisarle de la partida. Pero esta vez, “como nunca”, el teléfono no fue atendido.

A las 18:30, Tumiri ya sabía una noticia algo inquietante: el avión no haría parada en Bolivia. Trató de protestar arguyendo que debió enterarse antes, pero se contuvo suponiendo que sus contratantes tenían claro lo que hacían y que, a fin de cuentas, el curso de la nave era de entera responsabilidad de ellos. En pie desde la madrugada y con un mal almuerzo, cansado, se distrajo contemplado a los festivos pasajeros que se hacían bromas, tocaban instrumentos o veían videos en sus tablets. Incluso el DT del club se le acercó, en la parte trasera de la nave, para charlar y enseñarle palabras en portugués. “Me dijo que le daba algo de miedo volar, pero yo le explicaba que ahora no tenía por qué. A mí me constaba que todo estaba seguro”.

Sin signos del venidero desastre, a pocos minutos de las 22:00 escucharon el anuncio del próximo aterrizaje en el aeropuerto de Medellín, con lo que tomaron sus posiciones asignadas y se abrocharon los cinturones. En eso, el técnico, ubicado en la parte izquierda de la cola, sintió una inusual vibración que confundió con la llegada a pista. Días después supo que se trataba del primer motor dejando de funcionar. “Ximena Súarez (la azafata sobreviviente que estaba sentada a la derecha) creo que presentía algo. ‘Ponte el arnés más’, me dijo”. A continuación, el joven percibió otro inusual traqueteo. Era el segundo y último motor apagándose, lo que dio lugar a que se oscurezcan las luces de rutina y se encendieran las pequeñas de emergencia. Ya conflictuado y al ver también que por la despresurización corría agua por una de las puertas traseras a consecuencia de la falta de energía, Tumiri tomó su tablet pretendiendo saber lo que sucedía.

Como todos los que vivieron para contarla, de ese momento rememora el intenso silencio solo interrumpido por el silbido del viento y, en segundos más, por un trueno parecido al de “una enorme hojalata doblándose”. Es cuando, por eternas fracciones de segundo antes de perder el conocimiento, vio a todos sacudirse violentamente. “No hubo gritos, llanto, desesperación, ni siquiera oraciones. Solo silencio. Todo pasó muy rápido”.

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Y silencios, muchos, públicos e institucionales son los que revela Chapecoense: Las claves oscuras del siniestro, documental de CNN en Español cuyo nombre, si bien crea expectativa luego satisfecha, podría ser asimismo, parafraseando a un célebre autor: Historia aeronáutica de la infamia. Estrenado en junio de 2018, el telefilme es fruto de más de un año de investigación en seis países, a cargo del principal corresponsal de la cadena de noticias en Brasil, Francho Barón.

¿Cuál fue en concreto la causa central de la tragedia que le costó la vida a 71 personas? Con fuentes de la cinta y de la indagación oficial, liderada por autoridades de aeronáutica de Colombia, se la puede resumir: la falta de combustible en la nave de Lamia a poco de su aterrizaje y a raíz de un mal e -irregular- cálculo del piloto Miguel Quiroga que, siendo a la vez socio de la aerolínea, quiso evitar el gasto y por eso decidió no reabastecer el tanque. Ya lo había dicho alguien, en una palabra: avaricia. Otra investigación del programa argentino Telenueve estableció lo que hubiera invertido la empresa para recargar, entre el costo del carburante y el del servicio del aeropuerto: 5 mil dólares.

Las claves oscuras… va mucho más allá. Detalla una red de corruptelas, negligencias y omisiones, comenzando en el suelo de origen de la transportadora y con alcances en todas las naciones investigadas. A saber, ventila cómo Lamia, fundada en 2014 con apenas 21 mil dólares, obtuvo de manera muy cuestionable y con probable tráfico de influencias su licencia de operación; desovilla nexos literalmente sombríos de un empresario venezolano y otro chino; genera sospecha al evidenciar que, pese a un mal servicio anterior solo 40 días antes, el Chapecoense recontrató a la compañía, sin que falte un testigo que involucre a la Confederación Sudamericana de Fútbol (Conmebol) en los hechos.

Y el turbio panorama tiene su reflejo específico en lo ocurrido con la nave siniestrada: según normas internacionales de cuyo cumplimiento nadie se encargó en Bolivia, debía tener combustible para volar al menos durante hora y media más; no estaba certificada para subir por encima de los 29 mil pies, pero en el plan de vuelo que presentó la tripulación se anotó que lo haría a 30 mil; tenía un peso superior a 400 kilos de lo permitido por los manuales; y el piloto no informó a tiempo en Colombia de la gravedad de la emergencia.

Una emergencia de la que, 17 días antes según la agencia Ansa, el 11 de noviembre de ese mismo año, 2016, se salvó la Selección de Argentina, el crack Messi a bordo, por tan solo 18 minutos. Ese era el tiempo de combustible adicional que tenía la misma nave de Lamia cuando transportó al combinado albiceleste para un amistoso con Brasil.

Una emergencia que no sufrió por otro lado el líder del Estado Plurinacional, Evo Morales, quien, en el mismo avión y con el mismo piloto, hizo el 15 de noviembre un recorrido entre las poblaciones de Rurrenabaque y Trinidad, informa la agencia ABI.

No fueron los únicos. La producción de CNN sostiene que otras dos selecciones, las de Brasil y Venezuela, y nueve equipos de la región viajaron por Sudamérica, sin que en ningún tramo Lamia haya sido observada, no obstante las evidentes anormalidades. Así las cosas, se entiende la razón por la cual el informe final de Aeronáutica Civil Colombiana sobre la tragedia se presentó con un retraso de casi un año de la fecha anunciada. Se comprende cómo es que el sistema aeronáutico boliviano no haya recibido hasta hoy un castigo ejemplar. Había y hay todavía infinidad de involucrados.

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Despertó bocabajo sobre el barro y, al pararse lo que la escasa luz le permitía ver, sí se parecía a un castigo, “uno infernal”, aunque la temperatura en el cerro Gordo era gélida: 2 grados centígrados en esos lluviosos primeros minutos del 29 de noviembre de 2016. “Había cuerpos mutilados y esparcidos, gritos y gemidos. Había personas clavadas en fierros como si fueran estacas”. Erwin Tumiri atinó a tocar todo su ser para saber si al menos él estaba completo fuera del avión de Lamia que se partió en dos por el impacto. Tenía una herida sangrante en la quijada, otras más en los brazos.

Luego, reconoció muy cerca el alarido de la azafata Ximena Suárez. Fue, la vio desesperada y con la tapa de un inodoro sobre ella, atada con su arnés y cinturón a los restos de su asiento. Sacó fuerzas y logró desabrocharla. Temiendo, como le enseñaron, que todo estallara a causa de un combustible que sin embargo ya no existía, así como que la chatarra se deslizara en el lodo, se dispuso a apoyarla para llegar hasta arriba de la empinada pendiente del cerro. El esfuerzo fue mayor. Suárez, con una fractura, varias heridas y en shock, movía los pies con dificultad.

Cuando pararon en un morro unas decenas de metros más arriba, a Tumiri le sobrevino todo el dolor del colapso. Simplemente, no podía moverse más. Suárez le gritaba que se resbalaba, que le ayudara. “-Ximena, no puedo hacer nada. Por favor, agárrate de ese árbol”. En esa quietud forzada por el dolor y la conmoción, el técnico escuchó otro clamor de auxilio a lo lejos. Quiso pararse, pero nada otra vez. Solo pudo sacar su linterna y emitir luces, mantener un diálogo a gritos para que esa vida no se apagara y pudiera obtener ayuda. Unos 40 minutos después, divisó columnas de destellos “por arriba y por abajo”. Eran los rescatistas que se acercaban.

Un video difundido por la Policía colombiana testimonia el encuentro con el boliviano que, cabizbajo, desorientado y arropado con una chaqueta amarilla de Bomberos, no deja de preguntar por sus compañeros de trabajo. “¡Dónde estará Alex, Ángel, David, mi tripulación!”, grita el joven. “No grites, técnico. Tranquilo, cálmate. No te desgastes. Estamos para colaborarte y a tus amigos también. Estamos sacando a los sobrevivientes”, lo tranquiliza un agente. “Vamos a tranquilizarnos, que ya te vamos a sacar. Amigo, ¿te duele el estómago?”, le pregunta el policía. “No, no, solo los brazos, la columna”. Con voz baja y los ojos entreabiertos, Tumiri estalla en llanto y vuelve a llamar a “su” tripulación. Fue el penúltimo sobreviviente trasladado a un hospital.

Tras recibir una atención “cariñosa e increíble” de médicos y personalidades colombianas (“Hasta me vino a visitar el famoso arquero René Higuita”) y ser revisado de nuevo en Cochabamba por suturas en el rostro y en el brazo, Tumiri estaba de vuelta en su casa el 6 de diciembre. Todo era fiesta en la pequeña y atestada residencia cercana a la polvorosa avenida Tamborada. Su madre y su hermana Lucy le esperaban con un caliente caldo de pollo y ya terminando su pique macho favorito, que se cocinaba en medio de cánticos evangélicos de otros familiares y amigos, muy especialmente los del grupo folclórico Ajayu (alma, en el idioma quechua), en el que el técnico ocupa su tiempo libre ejecutando instrumentos andinos de viento. “Muchos dicen que esto es un milagro, y yo estoy de acuerdo”, dijo entonces Marco Moyo, joven músico de la agrupación.

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“La verdad es que no puedo darte el nuevo número de teléfono de mi hermano. Hartos periodistas igual ya lo han buscado. Él ya está aburrido. Vas a disculpar”, dice Lucy Tumiri por celular, en febrero de 2019. La jamás deseada proeza de atravesar un accidente aéreo y vivir para contarlo le ha dado a Tumiri una inesperada fama que incluso cansa a su madre. “Niy jatarijchaj. Anchataña parlanquichaj (Diles que se vayan. Mucho ya han hablado)”, musita la señora de pollera, trenzas y 73 años, agobiada de vernos, otra vez, en su casa.

Siendo justos, Tumiri ya era reconocido en su comunidad por su concurso en Ajayu y en obras sociales de su iglesia. Pero nada se compara a la persecución de reporteros, cientos de nuevos “amigos” en Facebook y el trato algo reverencial que desde el accidente le prodiga la gente que está a su alrededor.

La condición de una suerte de celebridad que le dio esquivar a la muerte lo llevó por ejemplo, en abril de 2017, al programa televisivo Don Francisco te Invita, emitido desde Miami (EEUU) y conducido por el conocido presentador chileno. Sacando lagrimones al público, ahí contó por enésima vez cómo pasó por “esa pesadilla”, y se encontró, por primera vez luego del siniestro, con el bombero que le rescató. Emocionado como su interlocutor, el voluntario peruano Teobaldo Garay, que se hallaba en Colombia haciendo un curso de salvataje, le regaló a Tumiri la condecoración que a él le dieron en su propio país por participar de manera destacada en la ayuda a las víctimas.

Garay y Ximena Suárez son las dos únicas personas que estuvieron en la tragedia del cerro Gordo a las que luego vio el boliviano hasta marzo de 2019. Fue a Santa Cruz un par de veces a visitar a la azafata cruceña de 28 años, quien se dedica al modelaje y con la que mantiene eventuales conversaciones por WhatsApp. El joven supo muy poco de los jugadores y el periodista brasileño que compartieron su fortuna en 2016. Al conmemorarse un año del suceso, ellos, directivos del Chapecoense y bomberos colombianos se reunieron en el lugar de la caída. “A mí también me invitaron, pero debía pagar mi pasaje y estadía. Por razones económicas, no fui”, recuerda el mecánico de aquella ocasión.

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Quienes sí invitaron a varias actividades con los gastos pagos a Tumiri y su Ajayu fueron pastores de iglesias evangélicas de Cochabamba y el país. Es diciembre de 2016 y los artistas son las “estrellas” de la noche de oración anunciada en la congregación de Machacamarca, población de Oruro. En un abarrotado salón para unas cien personas, la luz violeta se vuelve tenue y, con suaves acordes de guitarra, comienza el testimonio de Tumiri, vestido todo de negro y con unos estilizados lentes de artista pop. Entre los asistentes de aparente condición humilde, varios graban la escena con sus celulares.

Luego de revivir para el público los instantes más complicados de su existencia, el orador se hace preguntas y agradece. “Papá Dios existe, está ahí. Yo pregunto por qué, Señor, me diste bendición a mí, si a mí me da flojera leer hasta literatura y todo eso. A veces cuando estoy en mi casa me pongo a pensar y cuestionar cosas. Ese momento no es fácil de llevar. Pero, gracias a los muchos amigos que he tenido y a quienes en esos momentos estaban conmigo, pude. Para mí fue de gran bendición”. Antes que propagandística, su disertación es motivacional. “La fe que yo tengo hacia Papá Dios no sé explicarla, pero es grande”.

Previamente al número principal, la actuación de Ajayu, grupo que suele presentarse junto a otros como Los Charros de Cristo (mariachi) o Latin Bless (cumbia), puso a bailar a la gente con un pegajoso toba. Para quien no tiene costumbre, la cadencia folclórica puede resultar extraña fusionada con letras de adoración religiosa. En eso se especializa la banda en la que Tumiri está ya más de una década, aunque fue creada en 1999 y, con dos discos a cuestas, se propone estos días incursionar “más en el género latino”, ante su paso también por países como Perú, Colombia y Ecuador.

No obstante, en esta senda de éxito, Tumiri, que divide su tiempo libre entre las zampoñas, el fútbol y el voley, es cauto. “El accidente me ha dado cierta fama en mi congregación, pero a mí no me gusta que sea así. A los del grupo nos decían que debíamos aprovechar lo que pasó, pero yo no sentía que había que utilizar el accidente. No me gusta. Quiero sobre todo que sigamos con campañas sociales en barrios donde no hay luz ni agua. De hecho, las hacíamos antes del accidente”.

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Y cauto de igual modo fue Tumiri con una colección de abogados, bolivianos y extranjeros, que le visitó desde el mismo día en que llegó a la clínica colombiana, para venderle diversas gestiones con las que, en teoría, podría sacar provecho del siniestro. “No sabía si confiar en uno o en otro. Al final, dejé el tema. Yo me siento agradecido con Dios más que todo por la vida. Tampoco quiero lucrar, no me gustaría. Siempre he sido así. Ahora mismo me han visto pintando, porque me gusta hacer esas cosas, estar en movimiento. Quiero ganarme yo solo mi dinero”, expresa en marzo de 2019.

Por si hiciera falta, otra grave irregularidad establecida por las investigaciones del accidente de Lamia es que la compañía no solo tenía impago en Bolivia el seguro para sus tripulantes y pasajeros, sino que la póliza no tenía validez en el país del accidente. En tal sentido, sobrevivientes y familiares de los fallecidos aún estos días siguen un largo peregrinaje en busca de un resarcimiento al menos económico. El legal, que debería ser igualmente moral, atraviesa un camino incluso más tortuoso en los lentos estrados judiciales de Bolivia, donde hay tres personas con detención, y recientemente en Colombia.

La aseguradora boliviana alegó no tener obligaciones pendientes debido a que Lamia no regularizó sus cuotas. Pese a ello, constituyó lo que bautizó como un “fondo humanitario” de 25 millones de dólares (unos 165 mil dólares por persona, de acuerdo a cálculos del portal informativo Urgentebo), que cancelaría a los interesados que, muy especialmente, se comprometieran por escrito a no continuar juicios.

Tumiri no precisa el monto, pero admite que sí guardó dinero. “He recibido una indemnización, pero es más que todo para mis estudios. El seguro dijo que yo no tenía mucho daño físico, entonces me reembolsaron algo”. Insistimos, y le consultamos si el monto alcanza para, por ejemplo, comprar una casa. Y, tras pensarlo, afirma y recalca: “Sí, alcanza. Pero ese dinero es especialmente para mis estudios”.

Como en muchos países, los estudios de pilotaje en Bolivia están reservados a élites pudientes. Pero, sea cual sea el monto, este ayudará al mecánico y piloto privado a lograr su sueño de ser piloto comercial, carrera en la que avanzó “más del 50%, es decir toda la teoría”, y para la que le resta cumplir horas de vuelo. Como sus hermanos son muy mayores y tienen sus propias preocupaciones, tener un nuevo título y acompañar a su madre enferma de diabetes son las prioridades del joven.

Al estar el varón cerca de la treintena, es casi irresistible preguntarle si tiene novia y si desea procrear. Ríe y se pone enfático: “Falta mucho para eso. No he pensado en eso. Machacamos con el tema y simula empatía: “A veces también pienso en eso, la gente me suele preguntar. Sería Dios mediante. Aunque en esta vida de aviación es mejor no tener una familia. Me he preguntado qué sería de mi pareja o de un hijo en la circunstancia del accidente”.

Erwin Tumiri nació pobre, sin padre, en un país pobre. El Estado le falló primero al no darle el chance de apoyarle para salir de esa condición y después al no garantizar la seguridad de su oficio ejercido con fascinación y pulcritud. Tal vez por todo eso es que tiene un “Papá Dios”.

Donde halló una vida y hasta engañó a la muerte, en el aire, ahí es donde quiere seguir. Quién podría culparlo.