Un balance de la obra de un artista y su vida. Homenaje, a diez años de la muerte del Rey del Pop, Michael Jackson 

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5 de julio de 2019, 23:59 PM
5 de julio de 2019, 23:59 PM

Una densa nube se ha cernido sobre lo que ahora debiera estarse recordando con boato y homenajes. ¿Dónde están los rosales cárdenos que debieran estar ornando la tumba, como los que ayer ornaban aquel féretro dorado llamado ‘Prometeo’? ¿Y dónde los eventos culturales que debieran estar levantando hacia los cuatro puntos cardinales las iniciales MJ? Ciertamente la influencia de las comunicaciones es tal, que si éstas, por ejemplo, comenzaran a denostar las figuras de Newton, Gandhi, Tomás de Aquino, Teresa de Calcuta, Mandela o Tesla, estas personas, y su recuerdo, resultarían despreciables ante los ojos de las nuevas generaciones.

Probablemente fue la publicación del documental Leaving Neverland, lanzado a principios de 2019, lo que hizo que los diez años de la muerte de uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, pasara, poco más o menos, sin pena ni gloria, inadvertida, o en el silencio. Pero ante un astro fulgurante, ni la más brumosa nube de dislates puede ofuscar el brillo que aquél destella.

Los grandes no pueden ser solamente grandes. Tienen que tener algún defecto que les menoscabe la perfección genial a la que sus espíritus aspiran. Así, ¿Beethoven dejará de ser Beethoven por haber sido un músico violento, hosco e iracundo? O ¿Kurt Cobain dejará de ser Cobain por haber vivido arrimado hacia las sombras de la droga y el alcohol? ¿Michael Jackson dejará de ser el mayor exponente de la música pop de todos los tiempos por haber tenido tantos defectos como los tiene una persona normal? Como decía el poeta y pensador Goethe: «Los grandes hombres solo tienen un mayor volumen; tienen las virtudes y los vicios en común con los más insignificantes, pero en mayor cantidad. La proporción puede ser la misma».

No hablemos ya de una vida personal, que es ciertamente y sin lugar a dudas tormentosa y ahíta de tribulaciones, no solamente de aquéllas que son fruto de una vida signada por la fama y el dinero, sino de las que originan una psicología atormentada por una infancia despojada y una pubertad adelantada. Por otra parte, es imposible en este espacio abarcar cada una de sus obras. Y más difícil todavía hacer un balance entre su arte y su vida privada. Hablemos del artista solamente, no del hombre cuyos perfiles salen unos en las luces de la caridad y otros en las sombras de la duda y la culpa. Hablemos de quien creó una nueva forma de hacer música, o de hacer arte.

Su creatividad le llevó a imaginar los más vistosos pasos en la danza y los más bellos atuendos artísticos; en el escenario debía dejar atrás toda amargura propia de su vida diaria y privada, para moverse como si sus huesos fuesen de aire y su piel de un tul delgado, casi transparente. Tenía la agilidad de un jovencito de quince años. Su vestido, lleno de lentejuelas resplandecientes como el cielo cuando está tachonado de estrellas, brillaba cuando se movía por la pista, deslizándose suavemente, como acariciando con sus mocasines negros la pista donde se consagró como rey.

Evolucionó, en muchos sentidos. Su música cambió. Sus melodías variaron tonos. Sus líricas se direccionaron nuevamente para orientarse hacia la crítica social. Su voz cambiaba muy poco, casi nada (fue siempre, y en muchos sentidos, un niño). Los ritmos y melodías ochenteros o de disco de sus primeras piezas ya no se oían. Ahora sí eran los de un auténtico ritmo pop. Dejó las lentejuelas por las blusas blancas, y los mocasines por unas botas como de militar. Comenzó a lucir chaquetas con símbolos militares, y unas gafas negrísimas hacían contraste en un rostro que parecía irse descoloriendo progresivamente, hasta llegar a ser como la nieve, y en cuya parte inferior había dos labios tan rojos como las rosas que pusieron sobre el ataúd llamado ‘Prometeo’, el día de su muerte. Era la fatalidad de la grandeza. O la grandeza hecha fatalidad. Porque lo legendario demanda algo que está más allá de la obra artística en el estricto sentido; el artista debe entregar a la grandeza del destino algo más que su obra: una vida extravagante, singular, extraña, un atuendo único, propio de un artista visual, una forma de ser un tanto rara… Algunos de sus más fieles admiradores enloquecían más por estas últimas cosas que por su obra musical en sí misma.

Pero qué duda cabe de que su música era genial, cosa de otro mundo. Compuso una canción tan maravillosa en cuanto a melodía y letra, luego cantada por muchos grandes artistas, que conmovió al mundo entero, y lo hizo en menos de un día. Sus piezas musicales fueron siendo, a medida que él crecía como hombre y sus ideas maduraban, verdaderos manifiestos de protesta. Luchó por la igualdad de las personas de todas las razas con Black or white, por el cuidado el medioambiente con Earth song y por los derechos de las clases olvidadas y de los convictos en las cárceles con They don’t care about us. Su relevancia, como sucede con la de cualquier persona descollante en cualquier área humana, fue trascendiendo el plano musical para inscribirse en el político y del activismo social.

Pero más allá de todas las vestimentas, más allá de sus audacias en la voz, la melodía y la danza, más allá de todos los matices de música y de baile demostrados en Thriller y Beat it, quedan para siempre el saco, las zapatillas, el sombrero y el pantalón negros, la camiseta en ve y el guante blanco, como símbolos imperecederos de una figura que ya no es solamente de los músicos, sino de todo amante de los iconos universales que cambiaron nuestro mundo.

Se le enterró en el cofre mortuorio llamado ‘Prometeo’, vestido con sus mejores trajes, muy bien maquillado el rostro níveo  y con el guante blanco que hizo época y le dio una identidad característica que le duró hasta más allá del último suspiro. Antes de morir ya era una leyenda, pero ahora su gloria es la de un genio; es la gloria de todos los que sabemos que su arte —como el de un Leonardo o un Mozart— es inmortal.