Un autorretrato salvaje y despiadado, un relato íntimo y doloroso de una de las mayores bandas británicas. Esta es la historia de una gran ópera rock

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8 de junio de 2019, 4:00 AM
8 de junio de 2019, 4:00 AM

Detrás de esa explosiva entrega de energía primal, de esa furia líquida que impacta con la certeza de un martillo y que viaja, nerviosa, montada a una corriente de anfetaminas y placer, detrás de todo eso, yace una banda universal de ambiciones existenciales, una banda de rock que no se conforma con sacudir las mentes de su audiencia, aspira a la inmortalidad. Es 1968 y los Who ya son un grupo lo suficientemente conocido como para girar por Inglaterra y por el resto de Europa a bordo de un puñado de buenas canciones. Ese año, por caso, comparten ruta con The Animals y los Association, dos grupos que, incluso, venden más tickets que ellos.

Tres años antes, la banda había irrumpido en la escena londinense con un hit de aspiraciones sociológicas: My generation. Con 20 años en aquel  momento, Pete Townshend, su guitarrista y compositor, es un rocker poco convencional: escucha música barroca checoslovaca y lee a David Mercer, dramaturgo marxista que acaba de lanzar su opus más importante, Generation.

De allí toma el nombre para su canción. Pero en 1968 Townshend quiere crecer, trasladar a la banda a una categoría ulterior, algo que les permita ingresar en la nueva aristocracia cultural, la música de masas. Para eso pone en marcha un plan que se aleja lo más posible del patrón single (temas sueltos que se convierten en hits), en boga en ese momento.

No quiere hacer canciones: quiere crear una narrativa. Roger Daltrey, el cantante, lo acompaña en sus afanes enciclopédicos. Considera que I can’t explain, otro de los hits de los comienzos de la banda, es “pop comercial, blando”, y afirma que nunca volverá a grabar algo tan anodino. Daltrey es un Adonis cautivante que canta y se desenvuelve con la arrogancia pendular de un príncipe.

Townshend encuentra un aliado, Kit Lambert, productor y mánager del grupo, que colabora intensamente en la elaboración del álbum. Las canciones van tomando forma; cada una de ellas describe distintas facetas en el camino del protagonista, que se llamará Tommy y que le dará título al disco. Lambert le recomienda al guitarrista que si pretende que su obra tenga carácter de ópera, necesita una obertura. Aun cuando no lo hablan entre ellos, Lambert distingue el sesgo decididamente biográfico en la obra de Townshend.

Mucho tiempo después, al escribir sus memorias, el guitarrista de piruetas ornamentales, el cerebro detrás de la banda, el hombre que se hizo famoso por utilizar su brazo como el mango arremolinado de un martillo neumático, reconocerá que buena parte de la historia de ese chico era propia.

“No me cabía ninguna duda de que si fracasaba en mi intento de brindar a los Who una obra maestra operística capaz de cambiar las vidas de las personas, con Pinball Wizard les estaba entregando algo casi tan bueno: un éxito”, contaría más tarde. Townshend atrapó, al fin, su ballena blanca, el álbum que le da a The Who la popularidad, el dinero y la gloria que el compositor tanto anhelaba.

¿Cómo hará ese cuarteto salvaje, que transmite la urgencia del mundo en cada presentación, para reproducir un álbum conceptual, la sinuosa novela de un chico autista? ¿Cuánto nivel de abstracción puede llegar a tolerar su audiencia? Para cuando el disco sale a la calle, el 23 de mayo de 1969, el impacto es inmediato. No hay dudas, la aceptación es directa. Mucho tiene que ver la actuación consagratoria unos meses después, en el festival de Woodstock.