Con el premio en La Mostra por El oficial y el espía, parece que la industria se niega a olvidar al director, prófugo de la justicia por abusar a una menor

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14 de septiembre de 2019, 4:00 AM
14 de septiembre de 2019, 4:00 AM

“No fue violación-violación”, dijo Whoopi Goldberg en 2009 durante una tertulia televisiva sobre el el caso de Roman Polanski. El cineasta fue condenado por violar a una niña de 13 años en marzo de 1977, crimen por el que debía cumplir sentencia y del que huyó refugiándose en tierras francesas, donde no podía ser extraditado. En aquel año, el mundo del cine se volcó para defender su inocencia después de ser arrestado durante un viaje a Suiza.

“Todo el mundo del arte sufre”, dijo Debra Winger, mientras personalidades como Harvey Weinstein, Johnny Depp o Harrison Ford encabezaban las peticiones para su liberación.

Hollywood, que tan solo unos años antes se había levantado de sus butacas en la ceremonia de los Óscar para aplaudir su galardón a Mejor Director por El pianista, estaba dispuesto a defender al que consideraban uno de los suyos, independientemente de los delitos cometidos.

Ese sentimiento de defensa del genio se desvaneció con la llegada del movimiento #MeToo, con la caída en desgracia de algunos de sus defensores (tiene cierto sentido que Weinstein fuese su seguidor más férreo) y la llegada de un momento en el que los testimonios de las víctimas por fin empezaban a ser escuchados. Y tenidos en cuenta. La Academia norteamericana lo expulsó de entre sus miembros, y su nombre se convirtió en tabú. Algunos, como Kate Winslet, renegaron de sus propias palabras. Lo demás fue silencio.

Con esta historia, el momento que se ha vivido en la clausura de la 76ª edición del Festival de Venecia es muy significativo. J’accuse (El oficial y el espía), la nueva película del cineasta, ha ganado el Gran Premio del Jurado y el premio de la crítica internacional (Fipresci). Gestos que hablan por sí solos: Polanski vuelve a tener el perdón de la industria. Si es que alguna vez lo perdió realmente, o simplemente prefirieron no decirlo demasiado alto mientras las aguas reivindicativas estaban revueltas.

Ahora, estas condecoraciones no solo se cimentan sobre la falsa convicción de que esto es un juicio moral, sino también en la actitud reaccionaria contra las palabras que pronunció la presidenta del jurado, Lucrecia Martel, al inicio del certamen. La argentina confesó sentirse incómoda por la presencia del director en la competición, y prefirió ver su película alejada de los aplausos de la ‘premiere’.

Por supuesto, sus palabras causaron un efecto de apoyo exacerbado a un director convicto y una película que, pese a sus virtudes, está llena de polvo.

Los aplausos y los gritos hablan de una industria que dice poder separar el autor de la obra, aunque en este caso la obra sea un reflejo de las ‘miserias’ que siente su director. El filme se sumerge en el caso Dreyfus, en el que un oficial judío fue acusado injustamente de un crimen de traición que jamás cometió.

La desvergüenza de Polanski de comparar su caso de pederastia con el de la discriminación antisemita de finales del siglo XIX (una identificación explicitada por él mismo en una entrevista) bastaría para mirarla con los ojos entrecerrados. Sin embargo, no se oyeron en Venecia elogios más hinchados que los que recibió esta película.

Y todo porque Martel sí defendió que una obra no puede ser separada de su autor. También que la solución no era impedirle participar, sino abrir un debate sobre la situación y las contradicciones que plantea su presencia. Pero qué importaban los matices de sus declaraciones a aquellos que ya tenían las antorchas en alto. “Quizá sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, escribe Lorena G. Maldonado en un artículo en el que defiende que lo de Polanski no es un juicio moral, sino un juicio legal.

Efectivamente, el cineasta se declaró culpable de violar a Samantha Geimer y huyó de Estados Unidos antes de que la sentencia condenatoria se hiciese efectiva. Pero esa solo es la punta del iceberg.

Sus defensores hablan de irregularidades judiciales, de ser perjudicado por su fama y convertirse en una cabeza de turco para el lucimiento del juez de turno. Así se asegura en el tendencioso documental Roman Polanski: wanted and desired, producido por The Weinstein Company, que ya iba armando sus propios argumentos una década antes.

Unos minutos antes de entregarle el premio a J’accuse, Martel defendía la importancia de dialogar sobre los asuntos que corroen al mundo del arte. Instó, con una referencia clara al asunto Polanski, a que pongamos las cartas sobre la mesa y hablemos. Pero lo cierto es que hacerlo evidencia una realidad a la que muchos no quieren enfrentarse.

La misma realidad en la que se incluyen casos como los de Michael Jackson o Woody Allen, pero, como diferencia importante, que el director de El bebé de Rosemary es un criminal condenado y confeso.

¿Le trataríamos con tanta benevolencia, podríamos perdonarle tan fácilmente, si en lugar de una violación su crimen hubiese sido el asesinato de una familia? ¿No hay en este caso, y tantos otros, un cierto desdén hacia los crímenes sexuales hacia las mujeres, habitualmente culpabilizadas gracias a las áreas grises del consentimiento? Como ha dicho Albert Boadella en relación a las acusaciones contra Plácido Domingo, “las manos de un macho no están para estar quietas”. Ni siquiera con una niña de 13 años, al parecer.