Esta crónica pone en tela de juicio la casi inexistente política boliviana para diagnosticar y luego enfrentar las enfermedades poco comunes; la precariedad del sistema de salud se evidencia en los diversos testimonios 

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23 de junio de 2018, 6:00 AM
23 de junio de 2018, 6:00 AM

Me hicieron análisis para VIH tres veces. Interrogaron a mi esposa y a mi familia para ver si yo iba con damas de compañía. Me dijeron que era dengue, que era una infección, que solo era cansancio. También dijeron que no sabían qué era lo que me pasaba y que ya solo esperaban que me dé un paro cardiaco y me muera. Eso es lo que te mata, no saber qué tienes…

Gilberto pasó más de tres meses sin saber por qué su cuerpo comenzaba a abandonar sus fuerzas y subían el dolor, la fiebre y las manchas inexplicables en el cuerpo. 

Como muchos pacientes que viven con lupus, el diagnóstico tardó en llegar. En su caso fueron unos meses, pese a que ahora conoce gente que ha pasado 1, 3, 5 y hasta 10 años en tener una respuesta. Por eso esta enfermedad se ganó el apodo de La gran simuladora. Es el lobo vestido de oveja. Un lobo con un armario infinito de pieles de oveja.

Cuando la respuesta llega, se suelen escuchar las siguientes palabras: crónica, progresiva y multisistémica. O sea, que no se cura, que avanza y afecta a cualquier órgano del cuerpo. La respuesta viene con más preguntas. 

La dermatóloga que se ocupaba de las manchas en la piel da el diagnóstico y se encarga de intentar responder las preguntas que alcanza a formular Gilberto. 

¿Qué es lupus? Yo nunca había escuchado de eso en mi vida, ¿me voy a curar?, ¿cómo que tengo que tomar medicamentos para siempre?, ¿en serio me está pasando esto a mí?

Gilberto necesita orden, respuestas. Un buen acomodador de supermercado, como él se proclama, no acepta los espacios vacíos. Este hombre, que conocía todas las hamburguesas de la ciudad, no puede pasearse por la vida si algo le falta.

No vi los primeros pasos de mi hijo, no supe cuándo caminó, imagínese. Yo internado esperando la hora de visitas y lo vi entrar caminando.

Como casi el 50% de las personas que viven con lupus, su enfermedad ha causado la nefritis lúpica. Los riñones comienzan a pasar factura. Otra vez las paredes sin chiste y el techo blanco en el quinto piso. Otra vez ese quinto piso en el que la soledad le hizo pensar en saltar. 
Uno no sabe qué hacer. Cuando está ahí solo, aislado, piensa lo peor. Solo estaba tranquilo cuando estaba mi esposa y mis hijos. Si no tenía pesadillas. 

A Gilberto le aterraban los lobos de niño, se ocultaba en las sábanas y los sentía respirar al otro lado de la tela. La sola idea de un hombre convertido en lobo le parecía insoportable.

Yo soñaba con el hombre lobo, tenía miedo que venga para llevarme, tanto miedo y mire… lupus. 

La bestia

“Hasta incluso la voz falta a Meris.

Antes que Meris los viera, los lobos a él lo avistaron”

Hace más de 2055 años, así describía el poeta romano Virgilio el encuentro entre un pastor y los lobos. 

Desde la antigüedad se dice que si el lobo es el que primero ve al hombre, a este se le eriza el vello, enmudece y se paraliza, momento que el lobo aprovechará para atacar. El lobo rodea a la presa. Las garras pesadas e implacables como el acero, el pelo negro como la más profunda de las noches, los ojos rojos como la sangre y la boca la puerta al mismo infierno. El lobo crece a cada paso y olfatea, saboreando el olor del que sabe su bocado. Aúlla para llenar el silencio, anuncia su próximo movimiento. La presa tiene la lucidez que solo un corazón a punto de estallar brinda, es consciente de su entorno, el frío en las manos, el peso de los pies, ambos contienen la respiración, hay un golpe, un golpe seco y definitivo. Nada más.

El miedo que inspira este animal es antiguo como la historia de la humanidad. Nos acompaña desde antes los griegos hasta en manuales de historia natural, en los que el lobo ha sido objeto de análisis. Se le teme porque con el ganado suele ser voraz como no lo hace ningún otro depredador. Se caracteriza por matar todo lo que puede antes de comer, mientras que el resto de los animales salvajes, como norma general, matan para comer.

Existen al menos quince especies de lobos, quizás seis lobos mitológicos y un lobo cuyo nombre no es otro que lupus en latín. Y sabemos de su existencia por las marcas que dejan en su paso por la historia.

Lupus es una palabra que acaba nombrando una enfermedad incierta. Sin embargo, casos anecdóticos de lo que hoy, quizás, podría llamarse lupus aparecen esporádicamente descritos del siglo X en adelante. Es en el siglo XIII que se le adjudicó a Rogerius Frugardi el uso de término “lupus” a las lesiones propias de la enfermedad. Unas marcas rojas en el rostro, pues probablemente pensó que estas se asemejaban a la mordedura de un lobo. Formas de tuberculosis cutánea fueron llamadas lupus en 1800.

Al francés Pierre Cazanave se le atribuye la invención del término “lupus eritematoso”, que sustituiría a “eritema centrífugo” que había acuñado su maestro Laurent-Théodore Biett entre 1830 y 1840. 

Alrededor de 1919, sir William Osler describe las características sistémicas de la enfermedad, al conectar las afecciones en la piel característicos de lo que se llamaría LES (Lupus Eritematoso Sistémico).

Lupus Eritematoso Sistémico, ese es el nombre completo del lobo que sigue atacando al hombre, aunque a veces sea simplemente lupus. 
La Organización Mundial de la Salud dice que el lupus es una enfermedad crónica, progresiva y multisistémica.

Básicamente es una enfermedad en la que todo el ejército de defensas que deben proteger a nuestro cuerpo, esos microscópicos soldados que atacan con disciplina a aquello extraño que llega, recibe órdenes confusas y ve como extraño a nuestro propio cuerpo, atacándolo. Sí, es uno contra uno mismo. Como si el lobo, en vez de atacar desde afuera, lo hiciera por dentro.

Las causas por las cuales ataca son desconocidas hasta ahora y producto de su aparición se genera una colección variada de síntomas, como el cansancio, la pérdida de peso inexplicable, fiebres esporádicas o prolongadas, molestias en las articulaciones, dolor, pérdida de cabello, úlceras bucales, sensibilidad a la luz solar, dificultad al respirar y las características “eritema en alas de mariposa”, un enrojecimiento en las mejillas y nariz. Es un lobo tenaz que muerde y deja marca.

Es curioso que de todos los animales a los que les teme la humanidad, sea al lobo a quien le atribuya el mayor terror. Y eso se ve en cuentos para asustar niños y evitar que se alejen de los núcleos urbanos, para que duerman y no se los coma el lobo, para que no mientan. Pero la fascinación humana con esta bestia no acaba ahí. Es el animal más emblemático de la teriantropía, que es la capacidad de transformarse en una bestia, en este caso en hombre-lobo.

Algunos estudiosos con largos títulos dicen que esto se debe a la oposición con el perro. Es el opuesto salvaje y no domesticado, peligroso y hambriento, y por tanto actúa como un símbolo de los secretos que esconde la mente de las personas. Así el hombre-lobo representa la pérdida de la humanidad, el retorno a lo salvaje.

Claro, pueden existir explicaciones mucho más simples, pues si hay algo que paraliza es el enigma. Y tal como decía Virgilio mucho antes de ver a los lobos, ellos saben que estamos ahí. 

El lobo es la representación del miedo, de lo inexplicable, quizás por eso Frugardi al ver esas manchas que no podía explicar las describió como la mordida de un lobo. 

El lobo es también una representación del miedo, de los miedos tan humanos: el miedo a la incertidumbre, a perder lo que hemos construido, a perder la libertad, a enfrentarse a la muerte y el miedo al olvido. 

El lupus, no representa esos miedos, los pone en juego, porque no hay EL LUPUS, hay los Lupus, cada uno con su lobo y cada uno debe buscar la forma de hacerse una vida con el suyo. 

Hace tres años Gilberto dejó de planificar; hay mañanas que simplemente el cuerpo no se lo permite. Espera el próximo día y empieza de nuevo

Raúl y Gilberto se dicen hombres con suerte, pues por ahora su labor es mantener al lobo a raya, tener al lupus estable. Aún no se trata de sobrevivir.

 
Aprender a convivir
A Raúl en cambio siempre le fascinaron los lobos, su organización, su forma de caza. Llenó su cuarto de adolescente con dibujos de lobos, y aún salta de emoción cuando habla de “Colmillo Blanco”, de Jack London. 

Hace tres años Raúl tenía la vida totalmente planificada, pero esta le dio un giro imprevisto. Supo que tenía el lupus. Es un moreno formal incluso con shorts, un equilibrista de cuerda floja, mide cada paso, cada palabra. Estudió Ciencias Políticas y tiene un par de cursos de posgrado. Él no busca rumores, necesita ciencia, confiabilidad.  A sus 30 años, como muchos pacientes, se ha convertido en un estudioso de su condición. A veces saber calma la angustia de lo imprevisible.

Me trata bien mi lobo, estoy en un momento en el que más que tenerle miedo, tengo que aprender de él, porque no sé qué va a ser de mi vida de aquí a un tiempo.

Conoce los sustos del hospital, los dolores de cuerpo, la renuncia al trabajo, el encierro que deprime, la depresión que encierra. Para Raúl las preguntas no fueron por su diagnóstico, porque, aunque tardó, fue oportuno. Para él las preguntas son sobre el futuro, sobre el que ya no tiene el control que tenía, o creía tener.

Hace tres años Raúl dejó de planificar, y aunque se repite una y otra vez que debe seguir, hay mañanas que simplemente el cuerpo no se lo permite. Espera el próximo día y empieza de nuevo.  

Usa el tiempo en convertirse en casi un especialista en la enfermedad, repite y conoce los números. Números como: el lupus afecta de entre 40 a 200 por cada 10.000 habitantes. El riesgo de muerte por este mal es de 2 a 3 veces mayor que entre la población en general. 9 de cada 10 pacientes son mujeres. La enfermedad “debuta” con mayor frecuencia en mujeres en edad fértil entre los 15 y los 45 años. La enfermedad es más frecuente en hispanoamericanos, aborígenes americanos, afroamericanos y asiáticos, que entre blancos caucásicos.

El lobo huele la duda. Un humano que tambalea es una presa. No es la duda la que mata, al fin y al cabo, es la parálisis. 
Raúl y Gilberto se dicen hombres con suerte, pues por ahora su labor es mantener al lobo a raya, tener al lupus estable. Aún no se trata de sobrevivir.

Perderlo todo
Ni Shirley ni María del Carmen se llaman así. Ambas escaparon junto al padre de una deuda que nos los dejaba respirar. 

Shirley es una morena de 16, ojos rapidísimos, delgada y con las uñas de todos colores. Dice que aprendió a no quejarse de la vida, aunque hay días en los que le tiembla la fe, como ese 8 de noviembre de 2012, la primera vez que escuchó la palabra “lupus”

Mis papás habían vendido hasta los peluches de mi cuarto, y las deudas seguían acumulándose. Que análisis, que medicamento nuevo, que costo de internación… Yo los veía a mis papás abrazándose y llorando en los pasillos.

El padre de Shirley fue ayudante de albañil y la madre, como muchas madres bolivianas, una ninja de los oficios. Ellos creían que tenían una vida ordinaria, hasta que comenzaron a pasarle cosas que para ella y para sus padres era algo sin nombre: la falta de aire, el dolor en todo el cuerpo, los vómitos, las ampollas en la boca y la caída de pelo que ningún médico, curandero, abuelita ni enfermera jubilada pudieron explicar. 

En mi familia no sabíamos lo que era enfermarse. Si cuando mi papá se cayó de un andamio por borracho y se ha lastimado su tobillo, mi mamá solita le ha curado.

Desfilaron por los consultorios que encontraron a su paso, peso a peso, día con día, en los que el cansancio y los síntomas no tenían piedad. Ya le habían diagnosticado chagas, dengue, que tenía japi´ga, un término que agrupa un tipo de enfermedades míticas en la zona andina del país, que son causadas por “seres sobrenaturales” debido a su enojo. 

Doscientos ocho kilómetros lejos de casa, ya en la ciudad de Cochabamba, una “doctorcita”, una residente de primer año en el servicio de emergencias tuvo la duda necesaria. 

“Lupus eritematoso sistémico”, sonaba como una maldición, nunca en mi vida había escuchado eso.

Dos años después del diagnóstico y de muchas veces tener que decidir si comían o compraban los medicamentos necesarios para Shirley, el lupus les enseña otro término médico: Anemia Hemolítica. 

A mi mamá le han pedido que me lleve nomás a la casa, que me traten bien porque me iba a morir. Porque si no podían comprar unas ampollas que costaban 1.000 bolivianos cada una, y necesitábamos 14, yo me iba a morir por una anemia que me había dado... 

Este lobo es una bestia cara. No caer en sus fauces implica asociarse con él, es una cuota cara y es un acreedor implacable. 

Luego de malabares, vender lo que tenían a la mano y préstamos, muchos préstamos, consiguieron sacar adelante a Shirley, que para ese entonces, a punto de cumplir 14 años, pesaba 35 kilos. La primera noche fuera del hospital llegó a una casa sin camas, sillas ni mesas. La casa eran bolsas con ropa y dos colchones en el suelo, tres platos hondos y tres cucharas. En las ocho semanas que estuvo internada, el mundo había cambiado por completo. Shirley conoció la impotencia. Dos padres que se ocultaban en el baño para llorar o pelear por los pesos que quedaban.

Esperaron a que su hija pueda pararse y así con 35 kilos, los pasos lentos y medicamentos suficientes para dos semanas, la suben al camión del compadre de María del Carmen. Viajan por tierra, hacen trasbordos en pueblos fuera del mapa como si fueran delincuentes, alimentándose de galletas y agua, hasta llegar a Santa Cruz, donde un primo les ayudaría con trabajo. 
Se convirtieron en fugitivos por una enfermedad de la que lo único que saben es que es tan cara que puede matar y aunque nadie los denunció, ellos temen, porque nunca habían debido ni un pan.

Shirley llevaba un año y medio sin visitar al médico y solo compraba la medicación cuando empezaba a sentir algún síntoma y ya lleva dos semanas con recaídas y con el cuerpo hinchado. Otra vez siente al lobo que respira detrás de su oreja.

“Ojalá mis riñones estén bien, porque ya no quiero estar presa, amarrada a la cama”

La libertad

La habitación de Joseline no tiene puerta. 

Tiene 25 años, habla entre risas y con la paciencia de quien tiene todo el día. Ella sabe de paciencia, solo así se doman los lobos. 

Le diagnosticaron lupus a los 15 años y por dos años su vida la pasó entre la casa y el hospital. El colegio era un lujo y cuando los profesores decidieron que debía “priorizar su salud”, la familia entera se puso en campaña. Solicitaron exámenes para demostrar que ella podía aprobar. Fue la quinta mejor alumna. Ese es el problema con las familias comprometidas: no se cansan nunca. 

Durante seis años tuvo al lobo de su mascota, hizo lo que se llama una vida normal, con la familia pendiente suyo, el acceso a la medicación adecuada y apegándose a las indicaciones del médico. El lupus era solo algo que ella sacaba a pasear. 

Hasta que un brote de chikunguña alborotó la enfermedad. Ese es el problema con los lobos, son territoriales. 

El retorno de los dolores, los cambios de humor, la hinchazón por los corticoides la llevaron al encierro.

Uno no quiere saber de nada. Uno solo quiere encerrarse, porque esto es algo que nos afecta a todos y te sientes una carga.
Los encierros no solo fueron anímicos, había convertido su habitación en su celda, donde nadie podía entrar. Ante la impotencia el padre retiró la puerta. Puede estar sola si quiere, pero encerrada, no. Una especie de encierro condicional, la privacidad ahora es un tema de familia.

Cuando tienes lupus renuncias a tu trabajo, a la gente, siempre estás cansada. Te obliga a quedarte encerrada, salir ya es una obligación porque hasta el sol es tu enemigo. 
Adriana es una trigueña de cara redonda y sonrisa finita. Tiene 19 y hace dos años tuvo la primera de la que hoy llama: “Mis crisis”. 

Nunca fui lo que se diga ordenada, pero esto me obligó. Hasta hoy sigo esforzándome por cuidarme.
Llegó una época en la que Adriana debía pasar 14 tabletas al día de todas las formas y colores. La disciplina para las matemáticas, siempre fue más fácil.

Yo no me reconocía, mi cara no se veía, yo no salía… Tenía vergüenza hasta que mis abuelos me vean. Me sentía supersola, no estaba mal por mi enfermedad sino por cómo me sentía conmigo misma. 

Adriana vivió el último año del colegio desde Facebook, viendo las fotos de todo lo que se perdía. Pero no pensaba resignar su vida a los likes. Ella se tomó a pecho la frase: “Lucha contra el lupus”.

Quien escucha a Adriana y a su madre juntas sabe que es el recuerdo de un tiempo tormentoso. Y a veces es una lucha. Una lucha entre no querer perder y el lupus. 

Para mi viaje a Cancún me tuvieron que hacer una transfusión de sangre un día antes de viajar. 

El viaje de egresados duró 10 días; los diez días más largos en la vida de quienes se quedaban lejos de la playa, del sol y la fiesta. ¿Qué puede salir mal si hay un par de docenas de adolescentes de 17 años sueltos por Cancún? 

No tomé mis medicamentos ni un día, tomamos todas las noches, nos desvelamos, me tiré al sol en la playa…

Dos años después cuenta este acto de soberana rebeldía adolescente sin orgullo. No hay orgullo en sus palabras, pero sí la sensación de triunfo de que por lo menos una vez ella le ganó al lobo. Y sí, quizás por primera y única vez, los exámenes de laboratorio eran mucho más favorables que antes del viaje. Adriana sí sabe poner nerviosos a los médicos. 
Esta aspirante a diseñadora de modas no le teme al lobo, aunque sí a tener que curar las mordidas. 

Hoy fue un buen día, de esos en los que hay poco dolor, siempre hay dolor, hay menos cansancio y tiene cita para salir. 

Quizás como en Cancún Adriana encuentre la cura para esa terrible mutación del lupus que ataca al tiempo. 

La muerte

El reloj lleva tiempo detenido desde quién sabe cuándo. En esa sala siempre son las siete menos cinco. 

Cuando la empresa en la que Esther trabajaba cerró, ella decidió abrir una tienda en su casa para ayudar con los gastos. Entonces comenzaron los dolores que ella atribuía al trabajo físico que demandaba la tienda. Una rutina de comenzar el día a las siete de la mañana y terminar a las diez de la noche, todos los días, el año redondo estar lista antes de las 7.

Luego de un año de creer que era artritis reumatoide recibió el diagnóstico; un diagnóstico sin información. “Es lupus, tienes que aprender a vivir con eso”, punto.

El mundo se te viene encima. Es como que el tiempo se para, uno acaba buscando donde sea y lo que yo leí en internet fue impresionante, porque lo que leía, más lo que sentía en mi cuerpo, me hizo pensar en lo peor. En la depresión en la que me sentía llegué a pedir no vivir más, por el dolor. Quería morir. 

Esther, una pequeña mujer con rostro de pajarito. Una señora del detalle, el vaso en el platillo, el agua a la temperatura adecuada, el sonido en el volumen exacto y ella con la postura correcta.

Llegó a pesar 48 kilos. Dice “cuarenta-y-ocho” como quien pasa la sopa fría. Abotonarse la blusa se había convertido en un reto olímpico; levantar las manos o caminar, una misión dolorosa. Incluso tenían que picarle la comida para que pueda comer. Cuando el tratamiento comenzó a hacer efecto y había conseguido algo de estabilidad, tuvo una neumonía que desembocó en un derrame pleural, que se convirtió en una fibrosis pulmonar, en fin. Solo funciona la mitad de cada pulmón. Además de los síntomas típicos del lupus, debe vivir con la eterna sensación de que una bestia la muerde debajo de los pulmones. Los lobos son así, les cuesta soltar. 

Cuando lo diagnostican a uno, el dolor hace que te deprimas y te duele más, pero a mí me hablaron y me pidieron que ponga de mi parte… Me ayudó conocer personas con mi condición, y saber que no estaba sola. 

Esta enfermedad se convirtió en un reto para su familia, una carrera de resistencia para Esther. Fue un aprender a esquivar la muerte que una vez deseó. 

Yo pienso que es cincuenta por ciento actitud, cincuenta por ciento tratamiento. Si uno solo toma las pastillas o recibe las inyecciones, pero no tiene la actitud para sanarse, no va a salir adelante.

Esther dice que no trabaja, aunque es la presidenta de la Fundación Acción Púrpura, se dedica a conectar gente que tiene la enfermedad y organizar la ayuda para las personas que no tengan la medicación o que estén hospitalizadas. 

El lobo ataca en grupo. El lupus correrá detrás de la presa. Cuán entrenado estés, cuánta experiencia tengas, cuántas ganas le pongas, definen el tiempo en el que viene la primera mordida, la que debilita, la que asusta. Entonces la presa queda sola, se aparta, busca un camino alternativo, pero es en vano. El plan del lobo siempre fue encontrarla sola, el ataque es inminente, hay otros lobos que esperan.

Esther conoce la incertidumbre de no saber qué te pasa o cuánto tiempo estarás estable. “Acompaño a gente que perdió lo poco que tenía para vivir un tiempo más”. Sabe qué es construir un muro y encerrarse, y entiende que esto se trata de no ser presa. Por eso lucha cada día por que su nombre y el de los de la fundación no sean solo un número, ese minúsculo porcentaje en un informe: uno entre 100.000.

El olvido

El lobo, que se pasea impune por las casas de cientos de personas, ese lobo del que ningún cuento infantil, canción ochentera o película de Hollywood nos habló, avanza en silencio. Y como buen depredador es democrático para escoger a sus presas. No importa si esta puede pagar viajes exóticos, especialistas en el extranjero o si mañana deberá contar las monedas para el almuerzo y dormir fuera de un hospital para conseguir una ficha.

En general el olvido está asociado con la falta de atención o concentración en algo o alguien, precisamente por eso nace la fundación Acción Púrpura. Nace de esa necesidad humana de trascender, del impulso atávico de comprobar que no estamos solos.  

Un alto porcentaje de las personas que viven con Lupus reciben el diagnóstico en edad laboral, y esto afecta de manera importante en la vida, no solo de quien la padece sino del entorno.

Carlos Callaú es un médico internista que lleva más de 30 años atendiendo casos complicados. Este médico que saluda con el protocolo de un gentleman de los de antes ha visto las marcas del lobo y sus efectos.

Más del 50% de los pacientes con lupus acaban abandonando sus actividades laborales y el costo del tratamiento o las internaciones acaba siendo absorbido por la familia o el entorno. Esto podría muy bien paliarse con una política integral, no solo para las personas que viven con lupus, si no para muchas de las enfermedades reumáticas.

La oficina del Programa de Enfermedades no Trasmisibles del Gobierno Departamental Autónomo de Santa Cruz no es tan grande como su nombre. En el espacio de 3 entran seis escritorios. Ahí trabaja Angélica Fierro, quien tiene las mejores intenciones y apoya con lo básico, como materiales de información o conseguir los permisos para llevar a cabo ferias informativas y actividades de capacitación para personal médico.

Las normas, los protocolos que vienen desde el Estado son bastante rígidos. Hay que cumplir condiciones que restringen incluso el que una persona que vive con lupus, pueda obtener un carné de discapacidad.  Debe estar ya dializando o tener comprometidas las articulaciones de manera importante.

Sí, las normas establecen que se debe atender al peor de los casos. La prevención no es un tema del que las políticas nacionales se ocupen. Hay una visión de lo inmediato, una fórmula parche.

El lupus y ninguna enfermedad reumática forma parte del Programa de Enfermedades No Transmisibles del Estado, ¿qué significa eso? Que básicamente si mañana usted recibe el diagnóstico de lupus, lo debe cubrir de su dinero; las pruebas de diagnóstico, tomando en cuenta que puede pasar tiempo hasta tener un diagnóstico de certeza; tratamiento, muchas veces de por vida y hospitalizaciones. Y todo esto no solo de la enfermedad de base, porque los lobos no andan solos, sino también de las condiciones asociadas que aparezcan en el camino. 

La factura de un paciente con lupus puede variar entre 50 y 1.000 dólares, en un solo mes. Sin contar que esos montos en un mes malo, esos en los que hay que hospitalizarse y hay desabastecimiento de la medicación, aumentan.
Durante diciembre de 2017 y enero de 2018 ninguna farmacia en la ciudad tenía hidroxicloroquina, un medicamento de base para las personas que viven con lupus y artritis reumatoide. Fiesta de lobos en la ciudad. 
Ante ese cuadro, los pacientes recurren a intercambiar medicación o prestársela mientras los que pueden las importan de 
países vecinos. 

Solo quien sabe cómo se vive con esto va a entender. A veces tenemos que buscar por internet, porque o no hay los medicamentos o son bastante caros. Dice Joseline, mientras intenta explicar las redes que se acaban tejiendo entre pacientes, que se prestan los medicamentos, o los donan y muchas veces venden para comprar otro que es más caro y urgente. 

Acción Purpura, la fundación que preside Esther, lleva años usando ese sistema. La solidaridad de quien entiende qué es despertar como si te hubiesen enterrado en arena acabó generando un pequeño sistema de economía de trueque desde un grupo de WhatsApp. 

Incluso, uno puede encontrarse con anuncios de venta de micofenolato o ciclofosmafida, medicamentos que se usan en pacientes que tienen los riñones comprometidos, publicado en redes sociales, a precios por debajo de los que las farmacias locales los ofertan. Pero, ¿cuál es la garantía de esos medicamentos? Quienes los venden aseguran importarlos directamente desde algún país cercano. Una vez más, un negocio surgido por la necesidad. Una vez más, la desesperación de otro es buena fuente de ingresos.

A todo eso, y a los síntomas de la enfermedad, deben enfrentarse quienes viven con su lobo y sus familias. 

Si alguien no tiene un seguro que cubra su enfermedad (que básicamente no lo hay) o el dinero suficiente para acceder al sistema privado, debe enfrentarse al sistema de salud pública, en el que los médicos de atención primaria tienen quince minutos, en teoría quince, para atender a cada paciente. No pueden darse el lujo de indagar más allá de lo que tiene a la vista. ¿Dolor articular, fiebre, cansancio? ¡Es dengue!  
Una ciudad de más de dos millones de habitantes cuenta con menos de una docena de reumatólogos, especialistas a los que los centros de atención primaria deberían derivar cualquier paciente del que se sospeche una enfermedad reumática. Hay un solo hospital de tercer nivel que cuenta con el especialista, donde conseguir una ficha es casi una rifa. 

En Santa Cruz de la Sierra (según la convocatoria del Sistema Nacional de Residencia Médica) solo hay un hospital en el que se pueden formar dos reumatólogos, que no siempre concluyen el proceso de tres años, los mismos que acaban formándose con el mínimo de las condiciones. 

El problema es que estamos formando especialistas con serias falencias de base bioquímica. Si se forman en un hospital que apenas tiene capacidad de hacer las pruebas básicas, la formación es incompleta, porque se necesitan pruebas específicas que solo se hacen en laboratorios privados.  Apunta la Dra. Fierro. 

Y mientras hacemos el repaso en promedio se dan diez nuevos diagnósticos al día. Diez personas deben decidir si pelean o aprenden a vivir con un lobo, del que solo escuchó en los noticieros porque Selena Gómez tuvo un trasplante de riñón producto de la enfermedad, o porque vio todos los capítulos de Dr. House. 

Al fin y al cabo, las enfermedades reumáticas son enfermedades huérfanas, huérfanas y ajenas, lejanas, que solo les dan a artistas ricos. No es así. Le puede dar a cualquiera, pero tener un lobo domesticado siempre ha sido un lujo que no todos pueden darse. 

Los manuales de manejo y prevención de enfermedades reumáticas, publicados en España, Estados Unidos, Chile o Ecuador, hablan de una figura que es casi desconocida para los pacientes que viven con enfermedades reumáticas en nuestro país: “El equipo multidisciplinario”, que no es otra cosa que un grupo de personas que diagnostica, trata y hace el seguimiento de quien padezca alguna enfermedad reumática, un equipo de especialistas en Reumatología, Medicina Interna, Psicología, Trabajo Social, Neumología, Nefrología, Nutrición, etcétera. ¿Suena bien, no? Aunque a muchos les bastaría poder pagar la medicación y los controles médicos. 

La Organización Mundial de la Salud dice que siguiendo el tratamiento adecuado, la posibilidad de sobrevivir a la enfermedad está cerca del 90%. Sí, si las personas que son diagnosticadas tuviesen acceso al tratamiento adecuado, tendrían casi las mismas posibilidades de morirse que cualquiera. 

En mayo de 2016, José Antonio Quiroga en su discurso de reconocimiento por parte del Ministerio de Salud al haber sido condecorado como “Maestro en Reumatología” por la Liga Panamericana de Reumatología decía: 

Es necesario que se asuma como una política de Estado la lucha contra las enfermedades reumáticas, pues el manejo de un paciente reumático es sumamente costoso, porque el objetivo al fin y al cabo es no llegar a la invalidez.

Unos minutos después el discurso termina, hay aplausos, apretones de manos, una plaqueta, un grupo musical, entrevistas, fotos y listo. El trabajo ministerial está completo. Al fin y al cabo el olvido no es más que la falta de atención.
Shirley, Adriana, Joseline, Esther, Raúl y Gilberto no se conocen y es posible que apenas sepan que el otro existe, quizás a lo sumo compartan el mismo médico y un grupo de WhatsApp, pero cada uno al finalizar el encuentro repetía bajito, para sí… Para todos.

Se trata de no quedarse solo.

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