María Moreno, a través del recuerdo de las noches de bohemia con sus amigos, lanza un libro, Black out, en el que intenta desentrañar lo que significó para ella

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9 de diciembre de 2017, 4:00 AM
9 de diciembre de 2017, 4:00 AM

María Moreno escribe desde un cuerpo que sangra no solo para afuera, sino para adentro y a la vez expulsa e incorpora líquidos, palabras, ideas; una literatura húmeda, de bordes deshilachados. En los márgenes – que son bordes-  de una frenética novela íntima, de un agudo relato generacional, de los cánones que la teoría literaria impone y que ella peina a contrapelo, del microensayo que seduce, de la crónica de una época de bohemias y bares, Moreno se expone y se desnuda (aunque en la tapa aparezca furiosamente vestida) mientras escribe.

El gesto de Moreno es reunir fragmentos, volver a juntar esos escombros que han quedado y aún quedan, Moreno los sutura con una emoción incontrolable, con una expulsión irrefrenable de pensamientos y palabras. Los bordes y los fragmentos son las estrategias narrativas con las que Black out se construye de manera consciente. Los fragmentos acerca del mundo literario (ese “campus” tan mentado unos años después) son brillantes. Moreno logra revertir el canon literario argentino, poniendo, sacando y eligiendo a los escritores más sobresalientes, rehaciendo la cartografía de la Historia de la Literatura Argentina como ella misma escribe, así con mayúsculas. Sus “amados escritores”: Copi, Perlongher, Lamborghini, Manuel Puig, Ricardo Piglia, entre otros que nombra a lo largo del texto, ya han muerto, y sus muertes como sus literaturas eran y son, excesiva y extrema. Tal como lo es la de Moreno.

Gesto irónico y a la vez honesto, tal vez Black out no sea nada más que uno de esos libros que “expulsan” al lector hacia afuera, hacia otros textos, hacia otros autores. Como si fueran libros centrífugos donde lo importante es la “circulación” (de la sangre, de las palabras, de los textos), dice Moreno en un capítulo o fragmento brillante: “qué manera profana de dibujar un mapa literario donde no se trata de ir de un lado a otro, sino de circular”. La familiaridad de la autora con escritores excepcionales que no necesitan apellido para desmarcarse del mapa literario: Osvaldo, Tamara, Arturo, César, Josefina; acerca al lector produciendo un mecanismo de distancia y alejamiento que aparece en todo el relato; esa expulsión y a la vez ese modo de reintegrar y cobijar. Esos escritores sin nombre no lo necesitan, el nombre propio es la marca de identidad personal y literaria.

El texto es circular, vuelve en el nombre de sus capítulos una y otra vez, como vuelve la gran cronista argentina, a sus memorias, a sus pasados, a su infancia, a su presente. Recortar es su estrategia, hacer perder el lábil sentido de cada párrafo, contar, contar hasta que la sobriedad y la embriaguez la dejen en paz. Perseguir ese deseo de “consistencia retórica” donde reunir a sus amigos, donde hablar de los cuerpos enfermos de los escritores, de las experiencias opacas del mundo que, de pronto, como Levrero transforma en luminosidad. Esa luz que no deja de aclarar y a la vez enceguecer.

Los espacios del relato son una isla, unas habitaciones y sobre todo bares. Bares donde se construye la identidad de una generación que se devanea soñando el sueño de la Revolución eterna, mientras beben, mientras cogen, mientras charlan. En esos encuentros es posible ese cuerpo, el de María Moreno y el de la literatura, que se unen, se conjugan hasta sangrar juntos y acompasados, eróticamente.

La circulación del alcohol (como la de la literatura) que recorre la novela como su espina dorsal, tal vez no sea nada más o nada menos que un homenaje – que bordea el exorcismo o la sublimación- a su madre, que durante su infancia valiéndose de su profesión de Química le hacía juegos de magia con un líquido blanco que no era otra cosa que alcohol. Esta ginebra y este whisky que cohesionan el relato juntando momentos y personajes no son más que eso; catalizadores de experiencias y emociones. El verdadero sentido (si es que existe) de Black out es contar una vida, hacer una biografía extrema y honesta, verdadera a veces, un poco mentirosa otras; por eso es ficcional y aparentemente realista (como todo realismo) a la vez.

Como esa imagen única de Gatica de Leonardo Favio, que Moreno nombra, el cuerpo de la autora es golpeado, y mientras sangra reclama respeto. Ese respeto tal vez no sea otra cosa que la necesidad de pertenecer que atraviesa el relato. Ese cuerpo de mujer que necesita pertenecer a ese cenáculo de hombres sombríos y humedecidos por el alcohol. Sus muertos queridos aparecen cada rato. Miguel Briante, Charlie Feiling, Héctor Libertella que, como figuras fantasmales, caminan la memoria de Moreno y se le plantan a veces de cuerpo entero, desafiándola, aceptándola. Esas exclusiones, que el “canon” deja afuera, Moreno las revierte y las lee en su presencialidad, en su corporalidad. En esos vacíos se funda la literatura, en ese fuera de campo que la propia Moreno realiza con sagacidad en su escritura, en esos vaivenes (circulaciones) que la literatura debería permitirse.
(Marcela Gamberini- Leedor.com)