Este es un fragmento del texto que Giovanna Rivero publicó en la revista literaria El Ansia, presentada hace unos días, en la que la escritora Blanca Elena Paz es una de las homenajeadas, junto con H.C.F. Mansilla y Nicómedes Suárez

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10 de marzo de 2018, 4:00 AM
10 de marzo de 2018, 4:00 AM

Conocí a Blanca Elena Paz el año 1994. Santa Cruz atravesaba una de esas magníficas y escasas fases del primer despertar a la posmodernidad y el género del cuento estaba a la altura de semejante transformación. Junto a otros escritores de su camada, entre los que destacan Beatriz Kuramoto, Oscar Barbery Suárez, Homero Carvalho, Paz Padilla y Gustavo Cárdenas, Blanca Elena había gatillado ese importantísimo punto de inflexión que fue el Taller del cuento nuevo, dirigido por el célebre escritor Jorge Suárez. El deseo de difundir esta ‘buena nueva’, esta renovadora práctica del cuento –que hasta ese momento había perfeccionado su costado más costumbrista sin animarse a dar otros pasos, por ejemplo, hacia el ethos urbano– se sentía en el aire igual que el amor, love is in the air… Era lógico, pues, que Blanca Elena Paz y su entrañable Beatriz Kuramoto, decidieran, a su vez, impartir un taller gratuito de cuento en las instalaciones de la Casa de la Cultura.

Era el momento de hacer de la escritura una búsqueda sin garantías, un acto de fe, una apuesta absoluta en las posibilidades del lenguaje. De modo que ese sábado que la conocí, sedienta yo de un maestro o maestra que me señalara algo parecido a un camino, supe que la mesurada tensión de la voz de Blanca Elena Paz al hablar del cuento como de un universo perfecto en que el escritor debía jugárselo todo, casi de forma desahuciada, era el sonido de la pasión.  

Un tiempo después, cuando ya la amistad ha tendido sólidos puentes entre nuestras subjetividades, Blanca Elena me cuenta que es divorciada. “Se fue”, dice, sin tragar saliva o suspirar, entrenada, supongo, en hacer de la herida, de su plasma, una suerte de motor, de fuerza en negativo, de ácido para pulir superficies rugosas y no un trauma, jamás un trauma o una debilidad. “Un día en el que decidimos que las cosas no podían continuar así”. La noche que me cuenta eso estamos caminando bajo un cielo de luna ciega por una calle de Miami, cerca de una estación de buses. Entonces dice “alejémonos de aquí; de noche nunca hay que caminar cerca de las estaciones”.

Y en ese momento tengo la certeza de que, bajo la voz calma, de tonos graves, hay un río de insospechadas turbulencias. No en todas las criaturas la pasión ha hecho su hogar en los timbres de la voz, en sus colinas, y en el caso de Blanca Elena allí está todo, la sensualidad a la que su cuerpo no quiere ceder otro día, por ejemplo, cuando le piropeo la blusa escotada que viste, me dice a secas: “sexy jamás; fresca tal vez”, el desparpajo en ocasiones violento, la intensidad de sus ideas, pero sobre todo, la lealtad, la que ella establece en sus relaciones afectivas y la que demanda ideológicamente del mundo. Esa noche reímos y nuestras risas tiemblan en las calles desoladas de Miami.

Es bueno ser amigas en este camino tan incierto y tantas veces inexplicablemente ingrato de la escritura. Buscamos qué comer, nada abierto, solo gasolineras. De todos modos, yo espero con paciencia a que Blanca Elena retome el relato del ex marido, pero entonces nos ataca un morbo infantil ante la calle larga y desnuda que conduce al hotel y luego a la bahía y apuramos el paso, hambrientas, entre risas, imaginando cada una sus propios fantasmas. Nunca más hablamos del tema.  No, hasta que hace un par de años me cuenta que el ex marido ha fallecido. Seguramente una parte remota de su propia vida, también.

Hablamos siempre, eso sí, y mucho, de los hijos. Blanca Elena ha criado sola a su hijo. Pero ella nunca usa esa expresión algo anticuada, “criar sola”.

Es madre y lo es de forma rotunda, sin mediocres autocompasiones. Algo de esa maternidad/paternidad estoica y pudorosamente tierna destella en el cuento Él… El duende (Teorema). En Él…El duende Blanca Elena Paz narra la travesura como el puente ontológico y vital capaz de vincular dos generaciones. Y también ahí, en ese gesto que hace dialogar dos momentos, el del costumbrismo y el de un devenir más pragmático y desengañado, la escritura de Blanca Elena Paz es una de las que inaugura el universo posmoderno en Bolivia. Sin temor a la mezcla de registros, de simbologías, sin amilanarse ante la solvencia y antigüedad de los arquetipos, la escritora “urbaniza” el costumbrismo no solo desde la irrealización del paisaje sino, sobre todo, a partir de algo que considero una característica central en su propuesta: en cada personaje respira, agazapada, una criatura atávica, lista para traicionar la mundanidad de las reglas civiles.

La técnica es la maestría
En efecto, el procedimiento que intento explicar a partir del cuento Él… El duende es marca registrada en el universo narrativo de Blanca Elena Paz. Sus cuentos operan como ecuaciones matemáticas en el sentido de que, si bien se expanden o diseminan en múltiples significaciones, componen con minuciosidad casi obsesiva una suerte de “espesamiento” simbólico. Para ello recurre al entramado arquetípico y, fundamentalmente, a la pregnancia, que, si bien es un concepto propio de la Gestalt visual, considero útil para entender la potencia de las imágenes literarias en la obra de esta escritora. Gran parte de los relatos de Blanca Elena se levantan, cual sólido edificio, a partir de escenas de alta concentración semiótica, conminando a la lectura, a la tarea de completud, a tejer otras posibilidades narrativas, pues la pregnancia es precisamente eso, el contorno sugerido, la forma abierta, la persistencia en la retina de la memoria, la línea sesgada que sugiere siempre más de una posibilidad, pero que no se extravía en el azar interpretativo. Blanca Elena Paz es consciente de que esta precisión técnica le exige un grado extremo de observancia de los símbolos sobre los que asienta un relato y, en ese sentido, no está dispuesta a ceder al delirio, a la digresión o al mero flujo de conciencia como cadena fortuita, procedimientos tan presentes en otras propuestas de más reciente data.

La propia escritora es consciente de que su pacto con la brevedad, la indudable dedicación con que la ha cultivado, tiene que ver con una visión del arte que hace del lenguaje precisamente un teorema. El diccionario oficial de la RAE indica que un teorema es una “proposición demostrable lógicamente partiendo de axiomas, postulados o de otras proposiciones ya demostradas”. En ese sentido, la condensación que persigue la escritura de Blanca Elena apela no solo a la archifamosa ‘memoria colectiva’ –y que en este caso quizás convendría, mejor, llamar “imaginación pública”, pues no pasa únicamente por el recuerdo social compartido, transmitido generacionalmente y legitimado por la cultura, sino por la capacidad de retornar al llamado “grado cero de la escritura”–, sino que, más allá de la generosidad del palimpsesto, su narrativa hace uso de las palabras del modo en que lo propone Roland Barthes, es decir, como el recuerdo precedente, pero también como una libertad ansiosa que desafía los límites históricos. 

Este ejercicio de lo breve en Blanca Elena Paz es una política y un contra-canon. Escribir corto, escribir elípticamente, escribir en la suspensión de los significantes, a fines del siglo XX y en la bisagra con el siglo XXI, constituye un frontal cuestionamiento a la pesadez de la literatura boliviana que, escudándose en la aparente monumentalidad sociológica de las corrientes en boga, subsume la libido individual de los sujetos. Al construir piezas breves, la escritora abre poros y llagas para que las subjetividades obliteradas por la literatura de “república” (esa que dio forma al canon boliviano) por fin coman oxígeno. De ahí que las leyendas, los mitos, los “cambas” modernizados, las viejas y los campesinos de los montes orientales, todos orientales, acudan a la oralidad para decir. La escritora los ha respetado y les retorna la oralidad para que sean ellos mismos los que digan: “esta boca es mía”.

Hay un cuento, un cuento hermoso en Teorema. Titula La casa blanca. Un niño sale a jugar y desobedece a su madre, igual que Caperucita, sí, pero menos afortunado. Una bala le perfora el pecho. Sin embargo, continúa corriendo, trepando los árboles y las bardas prohibidas, como persiguiendo algo definitivamente inalcanzable: el ánima, la parte luminosa que decíamos. La escritura no nos regala el consuelo de acompañar por última vez al cuerpito supuestamente tendido en la acera. Será por pregnancia que nos quedaremos junto al cadáver infantil; será por pregnancia también que entenderemos que el cuento es una gran denuncia de los terribles costos que el narcotráfico se cobró en
Bolivia a fines del siglo XX. Pero el cuento, su intensidad y sus párrafos medidos, se cuidarán de entregarnos el misterio de esa fatalidad no como algo que debe ser revelado en pos de una catarsis fácil, sino más bien como algo que debe ser protegido, quizás en el entendido de que, al permanecer encriptada, la verdad no se contamina con los estándares siempre medianos de la interpretación o la moraleja. 

Esta suerte de metonimia sellada “al vacío” es lo que puede respirarse en la brevedad de los textos de Blanca Elena Paz. Es, pues, una brevedad engañosa, limpia y positiva en su sistema de alegorías, familiar en su mitología, reconocible y por momentos festiva, y al mismo tiempo portadora de un gran malestar con respecto al poder abusivo como realidad mayúscula y universal. De allí que la estrategia de la escritora de elaborar historias breves para oponerse a la Gran Historia, oficial e inapelable, no haya sido detectada en su momento.